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A veces tengo ataques de pequeñas nostalgias. Son cosas volátiles, sin identidad, pequeños detalles que quedaron por el camino con la prisa de los descubrimientos y que, de pronto, el misterioso orden neuronal levanta del olvido y vuelve a ponerlas en el camino. En el ... pueblo donde pasábamos el verano, los niños investigaban la naturaleza y descubrían por sí mismos cómo picaban las ortigas, el olor a anís del hinojo silvestre o la lenta ascensión de un caracol al que alguno le iba a robar la conquista. Comíamos moras y evitábamos las bayas desconocidas, nos pelábamos las rodillas y construíamos chozas en cuyo interior se recreaba la fantasía de cavernícolas, romanos, o vikingos. Nuestros padres nos proveían de lo esencial y nos abandonaban en su justa medida. Había un espacio entre la tutela y nosotros que quizás pudiera ser lo más parecido a la libertad de elegir, de rebelarse, o de continuar con lo previsto.
Hace un par de días conocíamos la noticia de que un menor había sido internado en el Hospital Provincial de Castellón, y que la Universidad Jaume I y el Hospital General Universitario habían publicado este primer caso clínico en el mundo de un adolescente que tuvo que ser ingresado durante dos meses por el abuso de videojuegos. Presentaba una grave adicción comportamental a un juego llamado Fortnite. La nueva clasificación internacional de enfermedades recoge el llamado «gaming disorder», que considera ludopatía. La tecnología, esa maravilla que ha facilitado la vida, la salud y el conocimiento de una manera desbordante, no tiene límites, y los tímidos avisos de su colonizadora presencia solo son visibles para los que nacimos en la analogía.
Hay jóvenes que empiezan a volver la vista atrás; algunos, con la consciencia de que se les engañó con promesas de un modelo social que les prometía éxito y felicidad; otros, desencantados con el costoso precio de un vacío que contempla el valor de una obra de arte para destruirla o de una novela con faltas de ortografía. La España vacía espera a los moradores para recuperar oficios y tradiciones, limpiar los montes para que no se quemen o restaurar lo que sea para reciclar en la utilidad y no en el contenedor; o para volver a encontrar la belleza de ese tiempo que se invierte en mirar el horizonte y en advertir cómo huele el aire cuando se extingue el verano. Que un niño tenga que desintoxicarse de un mundo virtual en el que la violencia y la conquista es tan adictiva como para olvidar que está vivo me parece una tragedia. Antes de llegar a adulto el mundo tendría que ser un bosque lleno de moras, caléndulas, manzanilla y, naturalmente, ortigas.
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