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Escrito hace unos días, este artículo aparece hoy junto a los resultados electorales de ayer. La democracia exige las urnas, pero no se reduce a ellas. En estas jornadas periódicas se recaban los apoyos de los distintos proyectos políticos que entran en liza para gobernar e influir. Sea cual sea el resultado, se ha de contar con los ciudadanos sin distinguir la ideología que tengan o dejen de tener; hay intereses comunes a todos. La democracia contempla la figura del adversario, pero rechaza la de enemigo. Este concepto revienta el espíritu liberal de la democracia pues, inflado y exaltado, instala alrededor una hostilidad que empuja a aplastar sin contemplaciones.
Por herencia nos atamos a una máquina de clasificación automática con etiquetas marcadas por el odio -como 'enemigos a muerte'- que impiden sentir compasión o duda. Se juzga y no se piensa. «Cuando uno empieza a ver algo desde un punto de vista grotesco es difícil cambiar de perspectiva», escribió Arthur Koestler. En un entorno que asfixia y exige acatamiento sin fisuras, rebelarse asegura represalias. Por esto, muchos se disfrazan o muestran apatía o caen en cinismo. Esto es muy desolador para el desarrollo personal.
En la era digital se busca que la Inteligencia Artificial absorba aptitudes que distinguen la inteligencia humana: la percepción, el lenguaje, la toma de decisiones, el razonamiento basado en el sentido común y el aprendizaje. Pero no se puede razonar con quien apuesta por ser irracional. «Nuestra raza es nuestra nación» es un lema del Ku Klux Klan; sin embargo, solo hay una raza, la humana, y en democracia se ha de gobernar para toda ella.
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