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Los políticos al mando de la cosa pública, como los 15 flamantes consejeros de Imanol Pradales, son gestores. Deben serlo, se nos dice. ¿Quién lo dice? Con frecuencia ellos mismos. El PNV nos vende su pericia en la gestión, y la ciudadanía les compra el ... producto mientras las cosas vayan razonablemente bien. A veces, los ciudadanos empiezan a pensar que la gestión, en este punto o en aquel, no es tan buena y la mercancía electoral se estropea un poco. Al señor Pradales se le ha encomendado la tarea de revitalizar la confianza y la fe del pueblo, y ha empezado por asumir sus obligaciones con determinación, con entusiasmo, pero su energía de momento ilumina algo que conocemos bien: las promesas. Es cierto que no ha habido tiempo para más. Incluso las 1.000 iniciativas preparadas para esta legislatura pueden verse como otras tantas promesas cuando son solo un anuncio. Pero el señor Pradales quiere demostrar que está poniendo en marcha una maquinaria eficaz, renovada y nos ofrece como prueba algunas prendas del reino de lo intangible. Por ejemplo, ambición e ilusión.
La gente le juzgará, sin embargo, por cómo vayan las cosas. Los políticos son gestores, sí, y gestionan no solo la economía (que es, junto a la Administración, el monocultivo de los tecnócratas); de sus políticas depende también el medio ambiente, es decir, la vida, y al final nuestras vidas, que dependen del entorno, natural y social. Lo que hagan o no hagan dependerá, a su vez, de lo que tengan en la cabeza (sus ideas y su ideología, sus vacíos y sus convicciones). No es lo mismo ver la Naturaleza como un complejo sistema vivo, que verla como un almacén de materias primas. No es lo mismo ver el cambio climático como algo suspendido en un eterno futuro que como algo a lo que tenemos que dar respuestas aquí y ahora. No es lo mismo pensar en la educación de las personas como formación profesional que como otras muchas posibilidades que contiene y que a nadie, al parecer, interesan.
Los políticos, sí, son gestores, y su gestión afecta a tantas cosas que da miedo pensarlo. El nuevo lehendakari ha pedido a sus consejeros que no tengan miedo. Les ha pedido ambición y valentía, autoexigencia y decisiones arriesgadas. Claro está, ha de empezar su mandato con buenas palabras y, en esta ocasión, palabras enérgicas, voluntariosas. Pero ¿qué podemos esperar de ellas (y de la fuerza que las acompaña)? Todo depende de dónde se ponga esa ambición y ese valor, de cuáles sean los riesgos que se asuman y quién los pague, de cómo definamos la autoexigencia y cuáles sean los objetivos, de si «mejorar la vida de las personas» es el objetivo final o el pretexto. Las buenas palabras, a menudo, no dicen mucho, aunque transmitan algo. Quizás su función sea esa.
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