Me resulta difícil saber cuándo comenzamos a conocer la marca blanca. Recuerdo que, en mi cada vez más remota y menos añorada infancia, en España eran carísimos los materiales de oficina, bolis BIC, folios Gvarro, gomas Milan Nata, pegamento Imedio… Se vendían en papelerías y ... obligaban a consumirlos con tiento si uno no quería arruinar la economía doméstica. Después llegaron los bazares chinos (todo a cien, se llamaban) y descubrimos que, por muchísimo menos dinero y menos culpabilidad, podíamos perder los bolis o usar un folio para fabricar un avión de papel. La calidad de estos productos no era, desde luego, la misma que la de aquellas prestigiosas marcas, pero esa era su ventaja, duraban menos, pero costaban también mucho menos.
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En mi cabeza, completamente equivocada, para variar, en ese momento comienza el concepto de la marca blanca, del producto desechable que arrinconaba los preciosos mecheros Zippo o las sofisticadas hojas Gillette. Como todo, tenía los dos filos: por un lado, igualaba las posibilidades de tener servicios básicos; por otro, menospreciaba la excelencia en favor de la funcionalidad.
Digo esto porque pienso que cada vez estamos más a favor de la marca blanca, pienso en los productos audiovisuales que consumimos para rellenar un domingo por la tarde y que olvidamos un domingo por la noche, pienso en la comida de franquicia que usamos para calmar el hambre y que nos deja satisfechos y huecos. Pienso, en fin, en la maldita música de sala de espera de dentista destinada a rellenar silencios y ocultar gritos de la consulta interior.
Pienso, también, en mi deriva, que lo mismo hemos hecho con la opinión. Pienso que pasamos de las reflexiones de grandes pensadores, de marca mayor, de personas que dedicaron tiempo a pensar en el mundo y luego acertaron o no según nosotros: Sócrates, San Agustín, Averroes, Kant, Occam, Locke, Hume o Marx (los dos) y en cómo hemos pasado a considerar importante cada opinión, por muy de plástico y muy desechable que sea.
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Ha ocurrido de la misma manera que con los bolis. Rebajando el precio, facilitando el uso y acercándonos el acceso. Hoy en día todo el mundo tiene a mano un bazar chino lleno de bolis de marca blanca muy baratos y, en la mano, toda una colección de opiniones de marca blanca e igualmente baratas. Es por ello que, en mi superioridad moral, he dejado de opinar en redes, me he negado a ir a tertulias a opinar de cosas de las que solo sé que sé muy poco, y voy esquivando conversaciones que empiezan con un «Mira lo que he leído en redes». Demasiado fácil, barato, demasiado caduco, llámenme elitista, o llámenme tonto, es su opinión. Y tiren la mía a la basura.
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