La historia comienza esta mañana cuando, abriendo la nevera, descubro que no tengo huevos. Lo sé, parece que lo he escrito para hacer el chiste fácil; y, en realidad, sí. Cuando abro la nevera descubro que aún no he sido capaz de limpiar la nevera ... de los restos del último amor que me dejó la nevera llena de latas de una bebida energizante de pomelo que a ella le encantaba y a mí me da arcadas y dolor de cabeza. Ya he vaciado los cajones de las prendas que, en escarceos amorosos, había ido dejando sin querer dejarlas, pero necesitando tenerlas por la casa, y había lavado las fundas de las almohadas para evitar que, en plena fase REM, el olor de su pelo me atacase la nariz y la nostalgia con nocturnidad aunque sin alevosía.
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Ya había, en fin, revisado la casa y ventilado habitaciones; pero no, no había tenido huevos de vaciar la nevera en espera, quién sabe, de que ella un día volviera a llamar a la puerta y con miedo, quién sabe, de que no tenga su bebida favorita fresquita y dispuesta y sea eso lo que le haga tomar conciencia de que acertó dando el portazo y llevándose mis gafas de lejos.
En uno de esos actos de valentía que cada día el ser humano hace como se hacen las cosas valientes, sin fanfarrias ni miradas, he llenado el carro de la compra de latas de corazón roto pensando en la posibilidad de acercarme al supermercado de abajo, donde me conocen, donde compro los tomates, donde nos mirábamos por los pasillos comprando un vino que hiciera inolvidable aquella cena que ahora quiero olvidar como el torpe que se tatúa el nombre en el hombro. Y mire, yo tampoco sé por qué, el gesto de apretar el pomo de la puerta de salida es el que me derrumba. No había llorado aún por ella, con esa mezcla de pena, rencor y humillación con la que se lloran los abandonos. Había suspirado triste, había puesto discos de Pedro Guerra, me había dado de alta en Tinder, había cenado con amigos que me ayudaban a insultarla, había hecho todo menos llorar. Pues lloré, como un río, como un crío, desconsoladamente, con flojera, sin poder siquiera bajar el pomo para echarme a la calle y que el miedo a que me vieran los vecinos me hiciera calmarme. Fue entonces cuando llegó el tipo del supermercado.
Me traía, en una caja de cartón, más bebidas energizantes de pomelo que había pedido para ella, por si le faltaban. Inevitablemente me escuchó llorar a través de la puerta. Inevitablemente, cuando abrí con la cara desencajada me preguntó si estaba bien. Inevitablemente le dije que no. El resto no lo explicaré nunca a mis conocidos. Ni lo detallaré aquí. Solo decirles, por si eso les aclara, que a mi amigo Paco le encanta la bebida energizante de pomelo.
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