No sé cuánto de cutre incluye esta confesión que estoy a punto de hacerles, pero desde siempre siento placer en encontrar cosas aparentemente gratis en los comercios. Me pone tontamente contento llegar a un supermercado cuando alguien con una bandeja te ofrece queso para probar, ... a una perfumería cuando te dan muestras gratis tras una compra o, y esto fue lo que me pasó esta semana, cuando vas a una óptica a que te aprieten un tornillo de la patilla y no te cobran.
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Llegué con una patilla bailona dispuesto a disfrutar de ese momento en que el óptico te devuelve las gafas otra vez rígidas y, encima, te las limpia. Además decidió hacerme una revelación extra por el mismo dinero, ninguno. Me dijo que las patillas se aflojaban tanto por la manera que tenemos de quitarnos las gafas, estirando de una sola de ellas, la derecha, y retirándolas torcidas, dejando que la patilla de la izquierda se despegue de la parte de la oreja por presión. Me contó que las gafas durarían mucho más si nos acostumbrásemos a quitárnoslas usando las dos manos a la vez y terminó con una frase que me fascinó: «Pero si todo el mundo hiciera eso, a ver de qué íbamos a vivir nosotros».
Como mi cabeza funciona de esta manera, encontré una trama fascinante en una industria que basaba su rentabilidad en la confianza en el mal uso que damos de su producto. Me atreví a preguntarle cuál sería la vida de unas gafas si yo, logrando rehacer mis hábitos, me las empezaba a quitar como se debe y la respuesta fue aún más fascinante: «Con mal uso, tres años; con bueno, hasta veinte». Creo que el pobre óptico me vio salir y gesticuló incrédulo ante la batería de preguntas que le había hecho, pero no podía parar de calcular la cantidad de sueldos, de fines de semana en una casa rural o de recibos de la luz que dependían de que ese mal uso se mantuviera. Tengo la certeza de que ni con una campaña informativa por parte del sector el usuario cambiaría sus hábitos, como no los cambian para los fumadores empedernidos las fotos feas de los paquetes, pero me resultaba fascinante pensar en cómo la chulería o la comodidad se convertía en imprescindible para que esa industria pueda asegurarse su futuro.
Pensé en los que cerramos las puertas del coche demasiado fuerte, compramos comida con hambre, planchamos con demasiado calor aunque deforme la ropa, nos sacamos los zapatos empujando el talón. Y, de repente, nos consideré el bastión de la industria. Los que hacemos las cosas mal éramos, en mi cabeza, los que de verdad hacíamos posible que mi óptico esté pasando las vacaciones y no se piense si pedir otra cerveza en el chiringuito. Moraleja: no hay mal (uso) que para bien (de alguien) no venga.
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