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Hasta la fabricación del frigorífico, bien avanzado el siglo XIX, la conservación de la carne muerta fue un problema que se solucionaba solo parcialmente con ... lugares frescos, salmueras y ahumados. Si el fin de la conservación no era alimenticio, de despensa, y buscaba el triunfo simbólico sobre uno de los efectos de la muerte, el ser pasto de los gusanos, la momificación y la taxidermia dieron buenos resultados.
La mejor manera de conservar la carne era mantenerla viva. Los grandes galeones que surcaban los océanos sin tocar puerto en meses llevaban diverso ganado que iban sacrificando según el menú de la semana. Más complicado es con un ser humano, cuando media un asesinato cometido lejos y hay que testimoniarlo con una prueba fehaciente para cobrar la recompensa. En la última película personal de Sam Peckinpah, 'Quiero la cabeza de Alfredo García' (1974), Warren Oates, en el caluroso México, hacía de todo, desde ponerle hielo a echarle tequila, para que la cabeza del tal Alfredo no se le pudriera y poder entregársela presentable al Indio Fernández. El calor, las moscas y el mal olor eran personajes más de la película. El traje blanco del sudoroso Warren lucía más manchas que un leopardo.
La precariedad de los tiempos de crisis económica fomenta hechos truculentos. En la desolada República de Weimar fue famoso el caso de Fritz Haarmann, el carnicero de Hannover, que llevaba jovencitos a su casa, los violaba, asesinaba, descuartizaba, picaba su carne y después la vendía a bajo precio al vecindario en forma de hamburguesas y salchichas. Aunque obraba con imprudencia y tiraba los huesos humanos al río, al lado del domicilio, su condición de confidente de la Policía le permitió perpetrar con impunidad las monstruosidades durante años, hasta su final detención.
Las penurias económicas de la gente favorecen los saldos de sordidez también en el presente. La descomposición social también acarrea putrefacción por móvil pecuniario. Leí hace tiempo la noticia de que un hijo había mantenido en casa (no recuerdo la población) el cadáver de su madre, fallecida por causas naturales, durante dos meses. No practicó sobre el cuerpo técnica alguna de conservación y, aunque hoy en día toda la química que nos metemos haga que tengamos más colorantes y conservantes que una sopa de sobre, la putrefacción terminó por ganar la partida, aportó su hedor y se descubrió el macabro asunto. El hijo había ocultado la muerte de la madre para poder seguir ingresando su pequeña pensión de 600 euros mensuales. Añadía la noticia que iban a ser desahuciados en breve por impago del alquiler del piso.
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