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Con el fin de documentarme para la escritura de una novela, que era sobre un boxeador vizcaíno (en los sesenta había en Bilbao una gran afición por el boxeo, sobre todo por los combates de pesos pesados), hablé con antiguos púgiles, preparadores y periodistas deportivos. ... Alberto López Echevarrieta y Ernesto Díaz me contaron algo que me hizo mucha gracia. Por aquellos años, una cuadrilla de maduritos locos por el boxeo se juntaba a cenar un par de veces al mes en un restaurante de la calle Somera del Casco Viejo de Bilbao. Les dejaban el comedor del piso de arriba para ellos solos. Después de cenar, ya bien bebidos, apartaban la mesa, echaban a suertes a ver a quiénes les tocaba pelear y se hacían un asalto en camiseta y con los puños envueltos en las servilletas.
No sé si en aquellas peculiares sobremesas pugilísticas se mantendría el espíritu deportivo o los comensales, al calentarse, nunca mejor dicho, descenderían al nivel de las peleas callejeras, que son otra cosa más seca, violenta y desagradable. Estamos acostumbrados a la violencia cinematográfica, que tiene su estética morbosa. La violencia real no ofrece nada atractivo, es muy cutre, y según su intensidad alcanza fácilmente las cotas del horror. Una pelea callejera o de bar, dura, en la que los contendientes se sacuden lo más rápido que pueden y con lo que pueden, con el fin de tumbar al contrario del modo más definitivo posible para después ensañarse con él una vez vencido, no tiene nada que ver con los intercambios de puñetazos en tono de comedia de películas como 'La taberna del irlandés' o 'El hombre tranquilo'. Y en estos tiempos, parece como si la ferocidad y contundencia de los golpes no se midiera en absoluto, en armonía con la irrealidad de la dimensión de una pantalla, o que sin más no se plantea o no importa que con patadas en la cabeza se puede matar, como de hecho sucede con una frecuencia difícil de asimilar.
En demasiadas broncas callejeras triviales que se enconan, los embroncados están a punto de sacudirse o lo hacen. El hervor de la mala leche rebosa rápido. Y cuidado, si te pillaba una de esas peleas cerca, con quién tenías al lado. Me pasó en 1984 en un bar de piltrafas del arroyo de Barcelona. Se armó una pelea al fondo del antro. El desconocido que estaba a mi lado en la barra berreó encantado por la pendencia. Acto seguido, me miró y me dio con su botella de tercio de birra en medio de toda la cabeza, como decía Paquito Excelente, un amiguete lumpen de aquel tiempo. Lo siguiente que vi, pasado un lapso indeterminado, fue el techo del tugurio, que necesitaba una mano de pintura.
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