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Eurovisión, poca broma. El programa retransmitido a nivel mundial más longevo aún en emisión. También es el programa musical que más ha durado nunca. Vamos, cosa seria.
Surgió en los 50, para animar un poco a la gente, para calentar el ambiente de unas guerras ... que habían terminado, pero que aún estaban 'frías'. No solo se pensó para Europa, sino para muchos otros países (el hecho de que se llame 'Euro'-visión nada tiene que ver con su ámbito europeo, sino con la pertenencia a la «institución de radiodifusión global»).
Lo que quiero decir es que el evento tiene solera. Cuántas son las personas que se arraciman en torno a una televisión en la cita anual. Se supone que para ser espectadores de la fiesta más grande la música. ¿De la música? Si este es el pináculo de la música mundial, la sublimación de todos los templos erigidos para las musas, qué pobre concepto tenemos de la música.
En este festival es cada vez más habitual preponderar otros elementos -también artísticos, de acuerdo, pero no musicales- como la coreografía, los efectos especiales o el vestuario. Aunque uno agradecería, ya que muchos niños ven el espectáculo, que ese alto presupuesto en vestuario redundase en que los artistas llevasen algo más de ropa.
Pero qué pena que una ocasión que todos hemos acatado ya como la cita mundial de la música no tenga demasiado valor musical. ¿Se imaginan a todos y cada uno de los países preparando durante un año entero una canción, solo una, que sea perfecta, armoniosa, con una letra que erice el alma, con unas notas que hielen la sangre? Quizá el problema sea que estamos confundiendo el arte con los estímulos. Y no son lo mismo.
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