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El primer libro que leí de Adolfo Bioy Casares fue su novela 'Diario de la guerra del cerdo' (1969). La compré en la edición de Alianza de bolsillo con la inquietante cubierta diseñada por Daniel Gil: una careta de cerdo que es probable que consiguiera ... en un bazar de disfraces y a la que añadió un par de verrugas que avejentaban la jeta (Gil tenía en su casa taller un sinfín de objetos de lo más diverso, con los que componía las excelentes cubiertas). La novela transcurre en Buenos Aires durante una semana de un presente impreciso y distópico, que en aquel 1969 coincide con la dictadura militar del general Onganía. Los jóvenes, sin una causa explícita, han declarado la guerra a los viejos: los persiguen, los acosan y los matan. Quizá la inexplicable motivación reside en la repugnancia a la vejez, en la negación por rotura violenta del espejo futuro en el que los jóvenes no quieren verse. La muchachada de las bandas asesinas está formada por tipos primarios que han renunciado a la facultad del pensamiento. Incluso las víctimas, los viejos, muestran un rechazo a sí mismos, a su propia vejez que los estigmatiza y condena.
Salvando las distancias, me acordé de 'Diario de la guerra del cerdo' por las imágenes de los botellones juveniles, sobre todo los de Barcelona. Esas tumultuosas reuniones que se repiten cada noche, que comienzan en la zona de El Borne y luego, pastoreadas por la Policía, se desplazan a la Barceloneta y aumentan en la playa. Entre los festivos vociferantes, apiñados y cocidos era difícil ver a alguien con mascarilla. En esas circunstancias, hay que tener en cuenta que hablan a la cámara los más tontos de la congregación. Aun así, se me cayó el alma a los pies con lo que decía un joven, pero no un crío: estaba más cerca de los 30 que de los 20. Explicó que él asumía contagiarse por no tomar ninguna precaución y que si se moría pues mala suerte. Y que también era consciente de que podía contagiar a algún viejo y causarle la muerte. Pero que eso era lo que había, que estaba de fiesta y que estarlo, y su sentido de la libertad por encima de lo que sea, era lo único que de verdad le importaba.
No es la guerra del cerdo (creo recordar que en la novela los jóvenes asesinos se referían a los viejos como los cerdos); ese despiadado imbécil y otros como él no van deliberadamente a por sus viejos para cargárselos, pero si sucede, qué le vamos a hacer; cosas que pasan. En sus balanzas no pesa más la vida de los viejos que prescindir de festejos tan atractivos; está claro que no pesa en absoluto. Qué amargo y deplorable es este aspecto del fracaso social.
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