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De vez en cuando, para no olvidar el idioma y comparar la visión periodística más allá de nuestras fronteras, acudo a los periódicos internacionales. La mirada no suele ser la misma y los pequeños matices delatan la patológica fidelidad a un partido o la cerrazón ... ideológica de unas ideas que ya solo están en el acta fundacional. Las noticias se solapan, atenúan, se aligeran o por el contrario se les aplica un pulso urgente, grave o desmesurado. Quienes escribimos intuimos su peso o ligereza. Tomar distancia de esas fábricas de bulos que tanto se prodigan es una medida de higiene necesaria y la colección de dudosas noticias que se propagan en las redes sociales con total impunidad hace que los periodistas pronunciemos las palabras con un tono de voz neutro y cauteloso.
Confieso que aunque no quiera teñir mi columna de horror, no puedo olvidar las imágenes de la valla entre Marruecos y España. No voy a ser neutra ni cautelosa para recordar la interpretación teatral, la desvergüenza y tibieza de Sánchez, el presidente del Gobierno más progresista de nuestra democracia, hablando sobre la eficiencia de las policías marroquí y española. Trato de mostrar elasticidad antes las decisiones políticas, yo no soy nadie importante y mi opinión es irrelevante sin el imprescindible conocimiento de lo que se traen entre manos los mandatarios de este mundo. Como todos los de a pie ignoramos qué pasó con el espionaje al teléfono presidencial o lo que se ha firmado con el amigo marroquí. Sin embargo hay espacios, franjas de tierra de nadie, pequeños y escasos lugares dónde me niego a que triunfe la estética en lugar de la ética. No entro en la complicadísima política de emigración, o en esa misteriosa geopolítica que conformará nuevos bloques de poder. Lo que me atañe como ser humano son esos veintiún gramos que dicen que pesa el alma y que parece que algunos vienen de fábrica con la tiroides funcionando a toda pastilla y quemando esos imprescindibles gramos de los que parecen poder prescindir.
Sudán es el país de donde procedían la mayoría de los jóvenes muertos (nunca sabremos cuántos fueron). Posiblemente ninguno de ellos haya conocido la paz, o comido regularmente. Si a sus familias no las mataron las guerras étnicas lo habrán hecho el hambre, las enfermedades o la malnutrición. No eran europeos, pero huían de una guerra perpetua. No les sobraba un gramo, y conservaban esos 21 necesarios para luchar por su vida y buscar ser lo que eran: seres humanos en algún país que se lo permitiera. Hay que señalar con el dedo a los desalmados aunque sean de la familia.
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