Uno no sabe si Mónica Oltra es inocente o no. Ni se arriesga a poner manos en el fuego ni a dejarse guiar por intuiciones o por el olfato. La cosa es lo suficientemente seria como para confiarla al pálpito o a las papilas olfativas. ... La justicia dirá. Poco puede decirse de eso. De lo que acaso puede hablarse es del gorrito de Mónica Oltra. El gorrito naranja y las risas y los saltos de Mónica Oltra. Una frivolidad, sí. Pero es que esa frivolidad fue la puntilla que le acarreó una dimisión por otra parte anunciada. Ya puede salir Joan Baldoví a decir que aquello no era una fiesta, que era un acto político. Sería así, pero a un acto político se puede asistir de muchas formas dependiendo de cuáles sean las circunstancias.
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Cuando uno tiene la lupa de la justicia, de los medios de comunicación y de los adversarios políticos encima, debe andar con un poco de prudencia. La situación, bajo tanta mirada, no es fácil, pero justamente por eso hay que seguir aparentando normalidad. Normalidad en correspondencia con la situación. Y ahí es donde falló la percepción de Oltra y de sus compañeros. Joan Baldoví es el chico guay del Congreso. Es dialogante, no rompe platos ni derrama bilis. Predica sensatez. Así que debería entender que no era sensato que Oltra, con la gravedad que pesa sobre ella, anduviese descocada y como si nada pasara. No es que se tuviese que comportar como un reo en vísperas del ahorcamiento. Pero sí con algo de cautela e incluso de inteligencia.
La imagen era muy contraproducente para ella. Y eso lo puede comprender cualquiera. Da igual el discurso con que se rodee esa imagen. Al final la idea cuaja en la imagen. Es algo literario, sí, pero también es algo lógico. Casi mensurable. A Meursault, el protagonista de 'El extranjero', lo condenan, o influye decisivamente en su condena, porque no lloró en el entierro de su madre, porque se mostró indiferente. Mala imagen. El abecedario del político. Ser decente y parecerlo. Puede que sea hipocresía, escaparatismo o lo que se quiera, pero es el reglamento básico de la política y más aún de esta política actual fabricada a base de relámpagos, flashes e imaginería apresurada.
De modo que lo que queda en el imaginario público es una vicepresidenta sospechosa de un caso grave dando saltos de alegría y tocada con un festivo gorrito naranja convertido súbitamente en la encarnación de la desfachatez, la desidia y la impunidad. El gorrito contra el chaparrón judicial, los saltos de alegría para celebrarlo. Cada salto fue un salto sobre su tumba política. Más que cantar parecía pedir a gritos su defenestración. O así lo entendió Ximo Puig.
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