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No son pocas las veces en las que escucho a niños adolescentes preocupaciones acerca de que a Fulanito o Menganita no los soportan el resto de sus amigos. Que quieren «echarles del grupo». «Díselo tú, tía, que tú la invitaste la primera vez. Dile que ... no vuelva».
Crueldad grado Putin en niños y niñas que aún se sorben los mocos. Dicen que hay que comprender esas reacciones porque los adolescentes no tienen totalmente formado el córtex prefrontal, que es el que hace que las decisiones sean sopesadas, frías y menos emocionales. Pero a mí me da que no solo les falta el córtex ese, sino un par de tortas bien dadas. Perdón, eso es políticamente incorrecto, pero ya me entienden.
Me preocupan los marginados. Y también los que marginan. Pero también me preocupa a veces un tercer grupo de chavales: los que están en medio. Los que no comprenden que haya que marginar a nadie, pero que tampoco quieren ser marginados a costa de defender causas perdidas. En este último grupo veo a veces a mis hijos (espero no verlos nunca en los otros dos). Y pienso en lo importante que es formar a niños valientes. No anhelo niños que sepan jugar a fútbol, golf y curling. No anhelo niños que sepan inglés y mandarín. Quiero niños valientes. No digo que sepa cómo conseguirlo, digo que es lo que quiero.
Ojalá mis hijos sean capaces de decir que a una persona no se la denuesta en su presencia. Ojalá alcen la voz a favor de los que son acallados. Ojalá levanten el mentón ante los abusones. Ojalá eduque a niños seguros de sí mismos. Y ojalá comprendan que esa seguridad no vendrá por quedar siempre bien, sino por perder el miedo a quedar a veces mal.
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