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Tras dos años de suspensión por la pandemia de coronavirus, los festivales ocupan el verano exhibiendo sus mejores galas. Los jóvenes, y los no tanto, han hallado una manera de reencontrarse bajo el amparo universal de la música. Las tribus seguidoras de sus ídolos recorren ... el mundo tras ellos, para verlos o escucharlos fuera de las listas de Spotify y de sus fantasías. El estío, con su iluminación reverberante, tiene algo de búsqueda de la realidad, necesita tocar, oler, vivir la certeza y más en estos tiempos de agotadora virtualidad.
En nuestro país la agenda festivalera exhibe un pulmón de oferta inigualable; desde leyendas del rock a estrellas del 'heavy metal', pop, flamenco, reggaetón, jazz… No falta la oferta de terraceo gastronómico y celebridades del Starlite de Marbella, o el ambicioso BBK Live con mas de 100 artistas y desplazamientos de unas 100.000 personas. Contarlo es una cosa, pero organizarlo, otra.
Los empresarios de espectáculos, siempre bajo la sospecha de que hay actividades menos limpias que otras, se encontraron con que la reforma laboral no contemplaba la casuística de eventualidad que va unida al ocio y la cultura. Las prisas no son buenas y las leyes salen cojas, tuertas y mancas. El mundo del cine, teatro, música y espectáculo en general adolece de unas complicaciones administrativas que ningún sector empresarial padece. Hay que aprender a legislar no solo para las industrias del motor o del acero; la cultura y el ocio no son una pamplina de verano, son el pulmón que nos hace aguantar la ineficacia de nuestros próceres. Otra ocasión de sacarles los colores y van unas cuantas.
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