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Que últimamente proliferan los fenómenos potencialmente apocalípticos, todos lo sabemos. A la gente ya ni le impresiona ese asunto. O eso parece. Y no es ninguna tontería, Lutxo, le digo a Lucho. Su nombre es con 'ch', pero yo lo digo con 'tx' para que ... sepa que hay otros mundos. En fin, estamos ahí, un día más y dice: no obstante, un padre siempre será un padre. Aunque no sepa qué decirle a su hijo, añado yo. Un padre es una cosa importante, afirma. ¿Lo es?, le pregunto. Al menos lo era hasta hace no mucho, responde. Son tiempos raros, claro. Puede que todos lo sean. Aunque puede que unos lo sean más que otros. Los tiempos, digo.
Mi padre tenía ocho años en 1936, cuando estalló la guerra. Vivía en un pueblo controlado por un catolicismo puritano: el cura mandaba casi tanto como el alcalde y el policía. O más. El cerebro de mi padre se recoció en aquel puchero. Con toda aquella grasa. A fuego lento. Yo no puedo juzgarle desde aquí. Aquellos también eran tiempos raros, creo. Hablo de mi padre porque nunca lo he hecho. Y no hay mucho que decir, supongo. Basta con situarlo en su tiempo para verlo prácticamente todo. ¿Acaso no es algo ilusorio pretender ignorar que uno no puede resguardarse del olfato del mal? Mi padre murió a los 91 años. «Hasta aquí hemos llegado», solía decir al final, cuando ya había perdido la movilidad y casi no salía. Lo decía mucho. Y claro, hay un momento en el que uno se dice eso a sí mismo. Que hasta aquí ha llegado. Y ese es un momento único. Porque, de algún modo, representa una aceptación fatal. Tardía, como todas. Pero señala el momento de la claudicación definitiva.
Mi padre lo proclamaba con cierto humor, en cualquier caso. Sin el menor dramatismo. «Hasta aquí hemos llegado», decía. Y luego se encogía de hombros. Como si se sorprendiera y, a la vez, le hiciera gracia. O sea, como si se sorprendiera, por una parte, de haber llegado tan lejos: de haber cumplido los noventa. Y a la vez, por otra, como si se asombrara de la suerte que había tenido: de lo bien que le había ido todo. Como si le maravillara pensar que, tal vez, se la hubiera merecido. Esa longevidad. Como si lo considerara un premio que Dios le concedía: permitirle llegar a la edad de ver que lo has dado todo y no tienes más. Ya que no todos llegan. Ni son capaces de verlo. Y a la vez, como si todo eso, esa tesitura mental crepuscular, lejos de entristecerle, le hiciera reír. Como si se sorprendiera de lo poco trágico que, al final, le resultaba ya su propio final. Y vivió una vida dura. Acatando las normas de la tribu. Mi pobre padre que, pese a todo, fue feliz.
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