Los veranos tienen algo de estación retrospectiva: por una vía misteriosamente imprecisable, nos remiten a los veranos de la infancia, esos que perviven en la memoria al margen de la cronología: los veranos infantiles son un solo verano, una cápsula de tiempo que no tiene ... fecha definida. Se funden en uno, ya digo, los veranos en que fuimos niños, y en ese verano único se nos entremezclan los recuerdos y las sensaciones: la extensión dorada de la arena al atardecer, las olas que nos voltearon y nos arrojaron a la orilla, el sabor del agua salada que te entraba por la nariz, las excursiones a la zona rocosa para complicarles la vida a los cangrejos y a los diminutos camarones transparentes que se quedaban atrapados en las pozas de marea… Los veranos infantiles tienen algo de paraíso en technicolor, de fotografía Polaroid, con sus coloraciones irreales y subidas de tono, y, al recordarlos, nos vemos dentro de una película muda, porque la infancia está más allá de las palabras, o dentro de una de esas fotografías que siempre salían un poco movidas, sin duda porque es muy difícil que un niño sepa estarse quieto, por más que sus padres se lo supliquen o se lo ordenen.
Publicidad
Quietos, lo que se dice quietos, nos quedábamos, eso sí, en los cines de verano, absortos ante las andanzas nocturnas de un vampiro, aterrados ante la transformación de un señor corriente en nada menos que el hombre lobo, aquel esclavo de los ciclos lunares, o bien adivinando la fuerza del deseo -sin entender del todo qué era el deseo- en la imagen de bailarina de un 'saloon' del Oeste o de la espía en bikini que seducía a un agente secreto al servicio de su majestad británica.
Todo aquello se nos transfería luego a los sueños, y allí se nos formaba un grumo aleatorio de ficciones, en esas noches tórridas en que, más que dormir, nos bandeábamos en una duermevela sudorosa, entre despertares repentinos debidos al calor, por esa afición tan rara que tiene el calor a no descansar ni por la noche.
Los veranos de la infancia se condensan en imágenes: la ola rápida que destruye el laborioso castillo de arena, los chanquetes que saltan de las cajas de sus vendedores y se quedan palpitando en la arena como si fuesen hebras de mercurio, el cangrejo cautivo en un cubo de plástico, la botella rota, semienterrada en la arena, que siempre pisaba alguien, dejando un rastro de sangre y de angustia en aquel escenario edénico de toldos y sombrillas, de madres que formaban tertulias para contarse historias, mientras los niños, gracias al privilegio de salvajismo que nos concedía el verano, jugábamos en la orilla a los piratas. El verano, en fin, es ese algo que sucede muy al fondo de nosotros, más allá del verano.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.