Quizá los Juegos Olímpicos de 1992 fueron los momentos más felices de Barcelona en todo el siglo XX. En la memoria histórica quedan el hechizo del encendido del pebetero y las canciones 'Barcelona' -de Freddie Mercury (nacido en Zanzíbar) para Montserrat Caballé- y 'Amigos para ... siempre', escrita para la ocasión por dos compositores británicos. Transmitían esperanza e ilusión por unir lo mejor de todos.

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Pero cuando domina la propensión al encono las cosas se tuercen. Hay maldades de las que sus autores, satisfechos, se gustan porque no ven más allá de dos metros ni de dos años. Tenemos un problema con el gusto por la bronca y los malos modales, pues el desprecio olímpico de la cordialidad es un desprecio a las personas, es disgregador, debilita al conjunto y genera rencor. Cuando van de la mano, cuesta distinguir la tontería de la maldad. Se prefiere someter a argumentar, se renuncia a lo razonable para instalarse en lo arbitrario.

En 'La rebelión de las masas', Ortega escribió este sugerente párrafo: «Como esos insectos que no hay manera de extraer del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles». Es así, pero algunos de esos tontos mandan aquí y allá. El problema no es tanto que sean insoportables, sino que no tengan remedio, por falta de voluntad y de deseo.

¿Qué pasa cuando los tipos situados en la tontería desempeñan altaneros la función pública? ¿Qué se puede esperar del cultivo de la cerrada enemistad? Sinrazón. ¿Se siente alguien obligado a ser ejemplar?

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