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En el Mediterráneo, concretamente en las Baleares, hay que tomar precauciones que no son habituales para los que somos del norte. Los isleños, antes de ir a darse un baño, o de hacer cualquier cosa, se detienen y perciben el viento que les azota y ... sus intenciones. A nosotros lo único que nos importa es que el cielo esté despejado, que brille el sol y que no se nuble, mientras que ellos no dejan de hablar del viento. Llevo años fascinada escuchándoles nombrar el mistral, mencionar su poniente y levante, su xaloc y su llebeig, su mitjorn y su tramontana. Les oigo recitar esos nombres que se parecen a los que tienen los dioses griegos y giro mi cabeza disimulando y haciendo como si entendiera ese complicado lenguaje isleño.
Es frecuente que, en mitad de una comida en un jardín, cuando los vientos viran y las servilletas vuelan, los autóctonos levanten la mesa para cambiarla de lugar y seguir gozando de una brisa apacible. Admiro su sabiduría eólica y la manera que tienen de situarse en ese pedacito de tierra caprichosa y sin ríos que es Formentera, donde nada es lo que parece. Yo nunca he podido saber si voy al norte o al sur, menos aún cuando se habla de sureste o nordeste. Me pierdo constantemente o, más bien, reconozco que vivo perdida, desorientada y necesitada de las almas caritativas que me dicen dónde me hallo. Vivir perdida me obliga a seguir con docilidad los consejos de los que no viven de espaldas a la naturaleza, pues, dependiendo del viento, se puede pasar un día espectacular o terrible.
Yo debería saber más de nubes. Llevo años mirándolas, viviendo en ellas y deseando averiguar sus intenciones. Sin embargo, apenas alcanzo a saber lo básico; que hay cúmulos, cirros, estratos y hasta ahí. No he puesto nombres de dioses a los cielos que han cubierto gran parte de mi vida y confieso que tengo un pellizco de arrepentimiento. Envidio a los isleños y para el verano que viene pienso documentarme sobre mis cielos. Lo único que verdaderamente creo reconocer es esa galerna que prácticamente todos los veranos aparece y que no se anda con bobadas. La han llamado ciclogénesis explosiva, pero prefiero hablar de mi galerna. Reconozco ese refrescar repentino del aire, la temperatura bajando en instantes y ese momento en que, si no has recogido tus bártulos cuando el horizonte se borra, estás perdida. Recuerdo los barridos que hacían las galernas de septiembre en las playas de mi infancia y aquella llamada de mi madre desde el toldo para que saliéramos pitando del agua.
Cada tierra tiene sus aires difíciles, sus vientos y su temido Eolo que desde el Olimpo nos joroba los veranos con un silbidito.
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