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Hace unos días murió un escritor de los que llevaban en las quinielas del Premio Nobel unos cuantos años y al que siempre le ha pasado por la izquierda otro autor que al parecer lo merecía más que él. Se llamaba Ismael Kadaré y nació ... en Gjirokastra (Albania) en 1936. Por aquello de los caprichos del destino, este hombre vivió la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Albania por la Italia fascista, la Alemania nazi y la opresión de la Unión Soviética, hasta la instauración de la dictadura comunista de Enver Hoxha en 1944, que duró casi cuarenta años.
Para cuando el país tuvo acceso a una democracia coja de pobreza, atraso social y cultural, el escritor tenía más de cincuenta años. Siempre fue un disidente y su obra está llena de sarcasmos frente a un totalitarismo que no le amedrentó. Fue reconocido por el Príncipe de Asturias y es un autor que deberían leer todos los que poseen aspiraciones políticas aunque, probablemente, no le conocerán. Por ironías de ese mismo destino murió en la capital de su país, Tirana, a los 88 años.
Su currículum no invita a la alegría ni a envidiar el tramo de territorio e historia por el que le tocó transitar en su larga vida, pero contrariamente a lo que se puede pensar hizo declaraciones en las que dijo que «la literatura me ha dado todo lo que tengo, ha dado sentido a mi vida, me ha dado el coraje de resistir, la felicidad, la esperanza de superar todo». La política actual, líquida, inconsistente y poco respetuosa con los ciudadanos, debería dejar un tejido intelectual destacable en esta Europa de guerras retransmitidas y conquistas de populistas. Sin embargo, nunca ha habido semejante escasez de pensadores.
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