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En Barcelona, al salir del metro, escuché un violín abrirse paso entre el alboroto de la calle. Eran tiempos en los que el tráfico era una sonata de tubos de escape y carburadores fuera de punto. No había vehículos híbridos o eléctricos y el claxon ... era utilizado para protestar, saludar o pegarte un susto. Pero tuve suerte y las notas de aquel violín llegaron a mis oídos seduciéndome como el músico de Hamelin. Seguí la ruta de aquel sonido a pesar de que llegaba tarde a mi trabajo y el recuerdo del trayecto sigue vivo en mi cabeza; igual que no se olvida el primer beso o unos ojos que te miraron con ganas, yo no olvido aquel violín. Cuando viene a mi memoria, doy gracias a los dioses por regalarme unos minutos de maravillosa y única belleza.
Yo vivía entonces de espaldas a la música clásica y de frente a Pink Floyd y a King Crimson. Carecía de conocimientos musicales y solo el corazón me llevaba a pequeñas piezas cuya procedencia ignoraba en medio del marasmo de compositores que citaban los entendidos. Había tenido un par de raptos amorosos con algún aria de ópera e intuía que María Callas tenía un diamante en la garganta, pero todo lo escuchaba con esa sensación de barullo, de madeja que nunca conseguiría desenredar. La música clásica o la ópera eran como leer a Platón o a Sócrates, y la juventud no tiene calma para los clásicos, sino para vigilar las listas de éxitos necesarias para las fiestas.
Sin embargo, aquel día me detuve frente el violinista callejero y sucedió el milagro. Por un momento olvidé que estaba en Barcelona, que faltaban unos minutos para llegar puntual a la redacción y que hacía un frío mediterráneo de los que te calan los huesos. Recuerdo que cuando el chico terminó la pieza estuve a punto de tirarme a sus brazos, pero me contuve y salí corriendo con una tremenda urgencia de llegar a mi ordenador, temerosa de que se me evaporara la emoción que acababa de vivir. Necesitaba transcribirla y, sin embargo, solo hizo falta que dejara el bolso en mi mesa, que alguien me diera los buenos días o me preguntaran algo para que lo sorprendente, esa emoción inexplicable que produce el arte, hubiera desaparecido.
Ayer, caminando por mi ciudad, no vi artistas como aquel violinista. Me topé con un par de acordeonistas con grabaciones que daban la murga a los que charlaban en las terrazas para que les llenaran el platillo con una propina inmerecida. Añoré la emoción antigua que me abrió un mundo ignorado. La música debiera estar también en la calle para sorprender a los que van mirando el maldito móvil.
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