A esta hora, cerrando las maletas, nerviosa por las muchas horas de vuelo que me esperan, escribo mi columna con el corazón agarrotado. Los terroristas de Hamás nos tiñeron de horror las pupilas con un descaro asesino que no cabe en ningún lugar y que ... solo admite condena. A medida que pasan las horas, las cifras de asesinados y secuestrados en territorio israelí arrojan un balance imposible.
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Horas después del ataque terrorista, Gaza estaba sin luz, sin agua, sin alimentos. Con las fronteras cerradas, incluyendo el paso de Rafah, en el límite sur con Egipto, «sin acceso hasta nuevo aviso», no tiene salida. Dicen que abrirán corredores humanitarios, pero después de treinta años hablando de paz sin dar un paso hacia ella podría ser un eufemismo. De los aproximadamente 2,3 millones de habitantes, 1,5 millones son refugiados registrados por la ONU y la mitad no ha cumplido quince años ni ha vivido un día sin violencia. Hamás no quiere la paz, y donde hay terrorismo la población civil se convierte en rehén de las armas de un lado y de otro. Solo con estas cifras, y las que me callo, es suficiente para escribir el titular de la semana que viene.
La ONU, a través de su comisionado Volker Türk, ha recordado que «la imposición de bloqueos que ponen en peligro la vida de civiles privándoles de bienes esenciales para su supervivencia está prohibida por el Derecho Internacional humanitario». Borrell también lo ha dicho. En Gaza, siete periodistas han muerto en 48 horas de guerra. La historia es el elemento permitido en el periodismo de ida y vuelta, pero mi corazón envejece de golpe, se aparta de la vida, de la esperanza, de las ganas de ser mejor. Hablar de una vida condenada no es periodismo emocional, sino reivindicar la legitimidad de escribir acerca de lo que nos convierte a todos en seres derrotados.
Miro a ese hipotético horizonte, casi cercado por una cadena de montañas por las que desciende un barro viscoso: ONU, OTAN, Hamás, Hezbolá, geopolítica que ha sepultado a los niños judíos y sepultará a los palestinos. No hay horizonte, y solo una plegaria para esos asesinados y para los niños del otro lado, que quizás respiren mientras escribo, asustados entre el polvo y las ruinas, pero mañana, o pasado, ya no lo hagan cuando los lleven en brazos a un hospital sin agua y sin luz.
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No hay decencia para salvarlos, entre otras cosas porque ya vinieron muertos al mundo, señores políticos del mundo. Lo hicieron en un territorio en el que la sangre riega los limoneros desde antes de que yo naciera para contar hoy que un periodista aprende a llorar con palabras.
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