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Las cuestiones legales acostumbran a quitarnos el aire. Recibir una notificación de cualquier estamento público te pone los nervios de punta, más que nada porque no sabes si has olvidado pagar un impuesto o estás a punto de heredar la fortuna de un tío de ... América. La frase que dice que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento es, además de disuasoria, una espada de Damocles. Si a esto añadimos que el lenguaje jurídico es un galimatías que necesita intérprete, nos plantamos en que tener un abogado es tan necesario como un abrigo en invierno.
A veces me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí, cómo hemos permitido que la burocracia nos adelante por la izquierda y la derecha hasta hacernos parecer analfabetos. El ciudadano tiene el derecho a comprender las disposiciones y leyes que afectan a su vida y el lenguaje encriptado de las instituciones no hace sino sostener la vieja y caduca idea de que quien nos gobierna puede manejarnos a su antojo. No estamos precisamente en un momento en que los lectores hagan cola en las librerías, y a pesar del 'Pasapalabra' el ciudadano de a pie no se caracteriza por utilizar la riqueza de la lengua. Por eso es vergonzoso que el lenguaje institucional sea indescifrable.
Resulta que acabo de enterarme de que el Gobierno, así como los diputados de la Asamblea de Madrid, tienen un bono para acudir a unas jornadas en la Real Academia de la Lengua sobre la claridad del lenguaje. Intuyo que asistir a esta 'master class' no será obligatorio, pero voy a empeñarme en averiguar cuántos de los elegidos acuden a ella. Será interesante verlos convivir, aunque sea durante unas horas, sin que se lancen las lindezas que acostumbran, y que se mantengan atentos a la clase que tanto necesitan: la utilización de un lenguaje diáfano, comprensible y dedicado a los ciudadanos.
He recurrido al portal de la transparencia para averiguar el número de asesores que pagamos los ciudadanos, y tanto en La Moncloa como en muchas comunidades la cifra arroja el nivel de desvergüenza que poseen algunos que no tienen formación ni experiencia laboral. A un presidente de Gobierno no se le exige una formación determinada, lo mismo para diputados, secretarios o subsecretarios, alcaldes o concejales. Sin embargo, para cualquier empleo se necesitan unos determinados estudios, conocimientos de idiomas o experiencia laboral. Me temo que la Real Academia sabrá que impartir una clase a quien no quiere aprender es bastante frustrante, pero estoy segura de que las puertas estarán cerradas para aquellos que valorarían una atención semejante.
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