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Los domingos celebramos el ocio o, como hoy, la posibilidad de que los votos depositados en las urnas (de los del correo hablaremos otro día) nos traigan a unos gestores honestos. Ese día de holganza y descanso lo dedicamos a un pequeño capricho culinario; unos ... pasteles, el aperitivo con rabas o la mesa simplemente compartida. La gastronomía de alto nivel navega envuelta en adjetivos buscando un vocablo que la califique. Ya sabemos que es un arte, un placer, una experiencia y hasta tiene que ver con la literatura cuando el jefe de comedor te recita y desvela el contenido de un misterioso y mínimo plato. Las cocinas con estrellas poseen una liturgia, a mi juicio exagerada, que solo es justificable por el desorbitado precio que se paga. Poco a poco, nos damos cuenta de que comer un plato elaborado con productos de calidad y cocinado por un profesional se ha vuelto un auténtico lujo, así sea calificado de «experiencia irrepetible».
La tecnología irrumpió en las cocinas, las bajas temperaturas sustituyeron al fuego lento, se levantaron las claras a punto de nieve en un santiamén, los decilitros sustituyeron a las pizcas y cucharaditas y los aromas envasados hicieron la delicia de los que no deseaban engordar. La estética de la perfección, del conocimiento profundo de los materiales, echó a las cocineras de los fogones. Las madres se entregaron a los precocinados que les proporcionaban por fin tiempo libre y se nos cambió el gato por la liebre a 250 euros el menú. El índice de obesidad infantil aumenta en nuestro país a pasos agigantados y comer fuera de casa y bien es un privilegio. Hemos ganado la experiencia, pero hemos perdido otras cosas.
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