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Hemos dado la espalda a la evidencia científica que nos avisaba de que la naturaleza seguía ahí, con sus ritmos y sus mareas, abrazando nuestra existencia y capaz de empujarnos al arcén de nuestra estupidez. Somos la única especie con habilidades para destruirnos, y una ... no es capaz de entender que el ser humano cree satélites que pueden ver hasta el lunar de tu mejilla, o un dron que dispara al corazón a un hombre que está en su sofá en un rincón de Líbano y, sin embargo, sea tan torpe que no mitigue una tragedia anunciada.
Sin agua, sin luz, sin escape, con hipotermia, subidos a los árboles o encima de los camiones, escenas dantescas que quizás asumamos, como otros asuntos espinosos en un país en el que los gestores no se atreven a dar órdenes, a cortar carreteras o a prever los riesgos cuando hay que hacerlo. No entiendo que no haya habido alertas tempranas, que los colegios no se hayan cerrado, que los ancianos no hayan sido trasladados cuando se contempla la posibilidad de un fenómeno atmosférico tan adverso como el que hemos tenido. Comprendo que sea difícil remediar la ignorancia de otros tiempos en que se construían viviendas en los cauces de los ríos o en olvidadas torrenteras, pero se trasplantan corazones, se inventan sensores, robots y hasta nos lee el pensamiento la Inteligencia Artificial.
Son demasiados muertos, demasiadas vidas destrozadas. Sabemos que la naturaleza pronuncia su última palabra, que ha llovido mucho y muy intensamente, pero la Aemet había dicho que la dana podía ser intensa. Alguien no escucha a la tierra y tampoco al servicio meteorológico.
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