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Cuando nos ocurre algo traumático pensamos que nuestra capacidad de olvido no tiene tanta fuerza como para detener el sufrimiento, pero el duelo por lo ... perdido en la batalla se hace, en ocasiones, interminable. Estos días, con motivo del quinto aniversario de la pandemia, nos bombardean con documentales y entrevistas acerca de las iniciativas que se tomaron o las cifras de muertos que nunca sabremos. Cámara en mano, los periodistas preguntan a los ciudadanos cómo vivieron el confinamiento, o si tienen secuelas. De nuevo los focos se alejan de lo esencial y nos arrojan desarmados a los juicios, a los fusilamientos políticos, a la conducción perversa del rebaño hacia dos puntos que convergen en el poder: ¿Fue Sánchez un manipulador en sus decisiones cuando tenía información de la letalidad del virus? ¿Fue Ayuso una asesina de pensionistas en la Comunidad de Madrid?
Recuerdo el día en que supimos que lo que sucedía iba en serio. Estaba en Ámsterdam con mi familia y, a medida que pasaban las horas, echaban el cerrojo los museos, los restaurantes, y hasta el Barrio Rojo. Recibí un mensaje de la Embajada comunicándome que se iba a cerrar el aeropuerto. Mientras tramitábamos la vuelta, en el único café que encontramos abierto y con RNE sobre la mesa, el propietario, para mitigar nuestra angustia, nos ofreció visitar su patio desde el que se veía la casa de Anna Frank. Noqueados le seguimos y allí él subió el brazo para mostrarnos un ventanuco en un edificio colindante. «Allí estuvo encerrada meses». Con la misma angustia que todo el planeta desinformado volvimos a casa, a encerrarnos, sin saber lo que seguimos ignorando: ¿Quién creó el virus y para qué?
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