En la portada del diario 'La Provenza' del 12 de septiembre aparecía el titular 'Viols de Mazan. Qui sont les 50' y, completando la página, las fotos de los acusados de la violación de Gisèle Pélicot. En el interior del periódico, bajo cada uno de ... esos rostros el redactor escribió la edad, la profesión y si estaba casado o tenía hijos, además de sus costumbres y hobbies. Sus perfiles profesionales y personales eran comunes; periodista, jardinero, enfermero, obrero, albañil…; todos eran gentes sin relevancia de los que no cabía imaginar que aceptaran la propuesta de Dominique Pélicot para que violaran a su esposa sedada en su dormitorio.

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En el corazón de la Provenza, Mazan, el lugar donde residía el matrimonio, tiene unos 5.000 habitantes y es una de las muchas localidades francesas que cuando atraviesas a las siete de la tarde crees que ha caído una bomba y está deshabitada. Ahora está repleta de periodistas del mundo entero que intentan extraer del pegajoso silencio alguna información para aderezar el relato de la monstruosidad de lo acontecido. Francia, que afronta una cruzada para desvelar a los monstruos y hablar del consentimiento, lee diariamente las ramificaciones de este estremecedor delito. Dentro del país y más allá de sus fronteras, las mujeres nos quedamos sin habla, mientras en el aire una nube tóxica extiende una desconfianza ancestral ante la banalidad con la que se ha contemplado y se contempla la violencia sexual.

El 'caso Pélicot' exhibe el escalofriante comportamiento de hombres anónimos, seres sociales que aceptamos porque no parecen ser lo que son. Que se publiquen sus nombres y su vergüenza me resulta un alivio.

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