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Hace años, llamaron al timbre de mi casa y me encontré a un señor al que no veía la cara porque estaba tapado con una cesta navideña de esas que ya no hay. Lo primero que pensé es que se había equivocado y que aquella ... maravilla era para el traumatólogo del cuarto que recibía toda clase de regalos por no haber dejado cojos o tiesos a sus pacientes. El repartidor, visiblemente apresurado, descargó el óbolo sobre mi recibidor, me mando firmar y salió escaleras abajo.
Era 23 de diciembre. Pasé un rato mirándola como si tuviera frente a mí a Marilyn Monroe, haciendo mohínes tras la pata de jamón ibérico. Cogí la tarjetita grapada al lazo. Entre perpleja y pasmada leí: «Pasad unas felices navidades. Os adoramos. Gracias». Las firmas, porque había dos, eran ilegibles. Volví a mirar la cesta; turrones, dos latas de foie, una de chatka auténtica, un par de reservas, dos botellas de champán francés, además de otras viandas. La idea de que aquello no era para nosotros iba calando en mi cerebro. Acostumbrada a que todo lo que tengo en esta vida ha sido conseguido con esfuerzo, trabajando mucho, siendo autónoma y no llegando a final de mes, me había negado el derecho a recibir un regalo de las características de una cesta navideña; no trabajaba en empresa alguna, no era médico, ni tenía influencias y tampoco mis amigos eran de los que mandaban cestas por adorarme.
No la toqué, esperando a que vinieran a por ella y me explicaran que había habido una confusión. No vino nadie ese día y tampoco al día siguiente. El 25 ya nos habíamos acostumbrado a pasar delante de ella, a mirarla de reojo, y también a ignorarla. El día 26 nos llamaron por teléfono desde una empresa de regalos navideños para decirnos que había habido una equivocación.
Estuve tentada de decirle que nos habíamos comido y bebido todo, pero la honradez es una puñeta que me dejaron en herencia mis progenitores. Un propio vino el 27 y se llevó lo que casi había alcanzado la calidad de mueble auxiliar; aquella preciosa cesta. Desde entonces, cuando veo a los servicios del Ayuntamiento poniendo las luces de Navidad, recuerdo aquella cesta como si fuera un espejismo, y deseo en lo más profundo de mí que se repita el fenómeno paranormal.
Diciembre está ahí, a la vuelta de la esquina, en los supermercados ya hay turrones; en Vigo, luces, y en los Campos Elíseos de París el derroche se ha puesto en marcha. Prepárense para unos meses iluminados y hagan como yo, esperen una cesta, deséenla, aunque no llegue; desear enciende los motores y abrevia las inevitables costumbres.
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