Conozco a un biólogo especializado en ballenas que me tiene fascinada. Con la mirada, el tiempo y su corazón absolutamente centrado en esos fascinantes mamíferos marinos, no padece el mismo estrés que quien, como yo, se centra en el comportamiento de otro mamífero, el humano. ... Si él busca los informes de la Administración oceánica americana, o de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, yo me desayuno con dos o tres periódicos con la intención de mantenerme al margen de los bulos o las tendencias del poder (cosa imposible), así que su digestión debe de crear una microbiota muy distinta de la mía.
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A veces le llamo para compartir un agua con gas y tengo la certeza de que lo hago como quien hace una reserva en un spa. Escuchar que los cantos de las ballenas van cambiando como si se tratara de la aceptación del uso de un lenguaje mediante el que se comunican, o que un macho de ballena jorobada recorrió 13.000 kilómetros para aparearse, causa en mí un efecto casi hipnótico. Yo podría hablarle del exministro Ábalos, de ese Aldama al que no sé cómo calificar, de Bárbara Rey y sus relaciones con el emérito en una España donde la bragueta era una suerte de chiringuito financiero. Podría contarle el desastre de la dana emocional, con el clero tratando de ser Dios y parte entre centenares de corazones rotos en la última fila de una iglesia que reconoce en los políticos la cabeza de una sociedad.
No le hablo de eso por respeto a un hombre que ha puesto su vida en manos de los cetáceos. Mi amigo insiste en decirme que las ballenas glaciales, conocidas como 'ballenas de los vascos,' que pasaban por Lekeitio hace años, se están encogiendo y que los estudios actuales de estos cetáceos dicen que las ballenas boreales no padecen cáncer, ni enfermedades degenerativas, que son longevas (hasta 200 años) y encierran muchos misterios celulares.
Yo le digo que es curioso que estos animales estén en extinción mientras que nosotros vamos dándonos tiros en el pie. Tentada estoy de preguntarle si vio la retransmisión de la reapertura de Nôtre Dame, pero no lo hago porque él no ha adquirido en esta vida la suficiente perplejidad como para enfrentarse al báculo del cardenal parisino; una suerte de objeto más de la guerra de las galaxias que del gótico parisino. Menos mal que Víctor Hugo nos regaló a Esmeralda, al archidiácono Frollo y a Quasimodo, un jorobado que sabía de amor. La literatura nos vuelve a salvar, igual que las Moby Dick y sus cantos.
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