Como no hace falta decir, la vida se nos ha puesto muy rara: nos consuela más la rememoración nostálgica del pasado que las expectativas ilusionantes del futuro, en parte porque el futuro lo intuimos como un espacio de frustración, de lo que no podrá ser, ... de lo que nos veremos obligados a renunciar. De momento, el futuro es menos una incógnita que un vacío. El presente, por su parte, se nos ha reducido a muy poca cosa: este aluvión de datos estadísticos desalentadores, de noticias que a la vez son buenas y terribles. Esta sucesión de esperanzas que no son incompatibles con la desesperanza. Este agarrarnos, en fin, a cualquier clavo ardiendo.

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Las circunstancias nos han vuelto elegíacos a la fuerza, hasta el punto de que las insignificancias antaño cotidianas -la barra de un bar, un abrazo, un brindis- se nos han magnificado en la memoria hasta alcanzar la categoría de acontecimientos históricos: qué pequeñas eran las pequeñas cosas, pero qué grandes.

Cada mañana, al despertarnos, disfrutamos de unos segundos de despreocupación, de regreso a la conciencia antigua, como si siguiésemos en la vieja forma de vida, hasta que caemos en la cuenta de que estamos en una realidad tan vehemente que hasta parece una irrealidad brumosa, un sueño cíclico del que no podemos escapar. No sé. Parece que vivimos de prestado, como intrusos en un mundo nuevo que no acabamos de entender del todo. Como exploradores de una jungla en la que hay seres invisibles que pueden matarnos al menor despiste. Salimos a comprar el pan, en fin, como si en las azoteas hubiese francotiradores.

El científico Ian Lipkin, una especie de Van Helsing de los virus, acaba de echar un jarro de agua fría en la hoguera de nuestro optimismo: «No creo que la vida vuelva a ser del todo normal», y no hay motivos para suponer que la vida que venga será mejor que la de antes, porque la de antes nos gustaba y la del futuro nos asusta. Estamos en una especie de ensayo general de la melancolía.

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Ahora, el debate político se centra en la manera menos arriesgada de celebrar las fiestas navideñas. Un debate de altura que, como todo buen debate político, propicia la controversia de raíz ideológica, con sus adecuadas derivaciones sanitarias: unos proponen un máximo de seis comensales, mientras que otros se inclinan por aumentar el número a diez, aunque sin contar con el dictamen del virus, que imagino que tendrá su opinión respecto a qué es multitud y qué no. ¿Quiénes acertarán? Misterio. A estas alturas, estamos hechos a la idea de que nada volverá a ser como era, incluidos nosotros. Eso sí, y menos es nada: ya está encendido, en todo su esplendor municipal, el alumbrado.

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