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Frente a la lentitud, conflictividad y laboriosidad que conlleva un avance social, tenemos la rapidez con que se implantan los discursos ideológicos regresivos, tal vez porque lo primero requiere una gestión eficaz y compleja, mientras que lo segundo apenas necesita una formulación simple basada en ... la retórica del agravio: una enmienda a la totalidad del presente. El señalamiento del desastre, en fin, y la promesa de una redención inmediata. La dinámica política dispone que los partidos antagónicos se malentiendan de manera sistemática, al margen no ya solo de la razón, sino al margen incluso del interés público, a pesar de que alardeen de «sentido de Estado», uno de esos grandes conceptos abstractos que solo sirven para ser conceptos, ya que su aplicación práctica acaba siendo más abstracta que el concepto mismo.
A estas alturas de la historia, parece sensata la conclusión de que nuestros códigos de civilización están condenados a conciliar la armonía con el caos, y el progreso dependerá del equilibrio entre una y otro: la armonía completa la damos por imposible, pero más nos vale no resignarnos a la prevalencia del caos, cuya solución puede disfrazarse con propuestas amparadas en la recuperación de unos supuestos valores supuestamente tradicionales, con arreglo a la premisa de que cualquier tiempo pasado fue mejor. El futuro, en definitiva, como una amenaza que sólo puede ser neutralizada por la recuperación de los valores del pasado. Un pasado además irreal, aunque presentado como una especie de edad de oro abolida por la deshumanización implantada por unos avances sociales que se supone que atentan contra Dios, contra la familia, contra la libertad individual o contra lo que sea que a alguien se le ocurra.
Resulta desalentadora la rendición de una parte de la sociedad al discurso simplificado y simplista -aparte de incendiario- que dibuja la realidad como un escenario apocalíptico necesitado de una restauración tan integral como urgente. Resulta desalentadora la creencia popular en la demagogia mágica, en los caudillos vociferantes que prometen una purificación de la política mediante una oratoria tan rimbombante como hueca, ya que las grandes palabras pueden camuflar ideas muy pequeñas, de igual modo que las verdades enfáticas pueden esconder mentiras silenciosas. En política, la demagogia viene de fábrica, de acuerdo, pero su peligrosidad depende de la dosis, como pasa con los venenos. El peligro está en que la demagogia acabe siendo el fundamento del discurso y que ese discurso acabe siendo asumido por un sector significativo de la ciudadanía. Crucemos los dedos.
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