Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
A pesar de que resultaba previsible, durante estos últimos meses hemos mantenido la ilusión de que no fuera posible. Pero lo ha sido: a estas alturas, la pandemia no es ya un problema sanitario excepcional, sino un conflicto político rutinario. Lo consiguieron. Fieles a sí ... mismos, así sea a costa de ser infieles a la realidad, lo han logrado. Ya. Al fin. Nadie esperaba menos, pero por una vez confiábamos, como decía, en que el sentido común y el sentido de la responsabilidad se impusieran a la irresponsabilidad y al sinsentido. No ha podido ser.
Los diversos gobernantes de nuestro país biodiverso procuran establecer unas normas -algunas de ellas, contradictorias, cuando no absurdas- para combatir la expansión del virus y casi todo el mundo las acata desde la concienciación o, al menos, desde el fatalismo. Pero la clase política se muestra rebelde a imponerse a ella misma cualquier norma: casi no hay presidente autonómico que renuncie al derecho al pensamiento autónomo, hasta el punto de que, en estos momentos, el Gobierno central parece la oficina de reclamaciones de unos grandes almacenes: un negociado al que se acude para tramitar quejas y para amenazarlo con acciones legales por la insatisfacción ante su política de atención al cliente. Es justo lo que necesitamos en medio de esta calamidad: que la política siga siendo un juego de niños caprichosos que se niegan a prestar sus juguetes y defienden su parcela en el parque infantil.
La decepción, a pesar de todo, es relativa: de sobra tenemos comprobado que la mente de un político no se rige por los parámetros por los que se guía la mentalidad común. Si un bloque de viviendas está a punto de derrumbarse, resultaría extraño que un vecino se negase a apuntalarlo o a desalojarlo, pero si un país está a punto de derrumbarse, resulta lógico y normal que algunos de los responsables de mantenerlo en pie se dediquen a ponerle una carga de dinamita en los pilares.
Asistimos a la polarización ideológica de un asunto que exige una concertación logística. Suponer por ejemplo que la aplicación de unas medidas sanitarias va a destruir la economía supone a su vez no haber entendido la mitad del problema, y eso que no pasa de ser un problema de los de fácil entendimiento: no se trata de destruir la economía con el pretexto de salvar vidas, sino de salvar vidas con el menor perjuicio posible para una economía en riesgo de colapso. Lo extravagante es pensar que, mientras la población padece daños de envergadura, la economía puede quedar incólume, como si la economía fuese un ente abstracto e independiente de la actividad humana. Aparte de eso, una curiosidad: ¿de qué hablan exactamente algunos cuando hablan de economía?
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.