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Después de ver en Netflix el escalofriante documental 'El dilema de las redes', una de las primeras conclusiones a las que llegué era: ¿cuánto de lo que estoy viendo aquí es responsabilidad mía? Todos los que somos padres nos hemos visto en la siguiente situación: ... estar en un restaurante, hablando con unos amigos o intentando tener un ratito de tranquilidad, y que nuestro hijo nos pida el teléfono. «¿Para qué?», le preguntamos. «Para ver vídeos», nos responde. Vídeos, pensamos. Vídeos está bien, es sano, es normal, no hay problema. Y le damos el teléfono sin más problemas -total, seguramente se saben nuestra clave de desbloqueo mejor que nosotros-, y seguimos con nuestro preciado ratito de tranquilidad. Yo lo he hecho, en muchas ocasiones. Y me he equivocado. YouTube es, como todo en Internet, un medio vasto, con cientos de millones de vídeos, que no pasan filtro alguno de calidad ni de idoneidad más allá del que le quiera marcar el propio creador del contenido. Como el creador del contenido, a partir de determinada masa crítica, cobra por cada reproducción, suele tener muchísimo cuidado con restringirse mercado indicando que el vídeo es para mayores de 18 años (además, daría igual, teniendo en cuenta lo fácil que sería saltarse la 'restricción').
Eso ha llevado a que en YouTube haya contenidos muy buenos, contenidos simplemente entretenidos y contenidos extremadamente perjudiciales para los niños. No podemos hacer nada para evitar que se suban contenidos perjudiciales para nuestros hijos, pero sí que podemos hacer, y mucho, para evitar que estos se contaminen con ellos. Nosotros, como padres, somos los responsables últimos de lo que ellos ven, por lo que es muy recomendable que dediquemos tiempo a enseñarles a usar YouTube, igual que les enseñamos a mirar antes de cruzar la calle o a no aceptar caramelos de desconocidos.
Por cómodo que nos resulte, el móvil sin control no es una niñera recomendable, y quien escribe es el primero que ha cometido este error antes de escarmentar. Pero somos nosotros quienes administramos el tiempo de pantalla de nuestros hijos. Nosotros, que, en muchas ocasiones, empleamos de 5 a 6 horas diarias con nuestros teléfonos y tabletas, aburridos en Instagram, enfadados en Twitter, enzarzados en Whatsapp. Dejaron a nuestro cargo a la primera generación digital, con resultados descorazonadores para ellos y para el mundo cada vez más polarizado y convulso que nos estamos fabricando. Podemos abogar por una sociedad más sana, pero antes necesitaremos ser conscientes de que estamos enfermos. Y estamos contagiando esta peste a nuestros hijos.
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