La expresión se la tomo prestada al escritor y ensayista francés de origen tunecino Abdelwahab Meddeb. Según expone en su imprescindible 'La enfermedad del islam', ese es el remedio que hay que procurarse para conjurar el fundamentalismo. Hace falta, dice Meddeb, acertar a extender a ... través de la educación y del leal diálogo con los diferentes el aprendizaje de «una palabra plural y conflictiva, que alimente un desacuerdo civilizado». No hay otra alternativa al integrismo empobrecedor y violento.
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No cabe duda de que la tarea está muy lejos de completarse entre los islamistas radicales, que son sobre los que escribe Meddeb, pero en los últimos tiempos el fundamentalismo se ha expandido de manera preocupante, y ya no es ni mucho menos monopolio de los que leen de una manera extrema el mensaje de Mahoma u otras doctrinas religiosas. Sus modos y hasta sus métodos los abrazan con soltura personas de ideología diversa, desde la derecha hasta la izquierda, pasando por los adalides de teorías de dispar orientación: desde quienes propugnan que el género sentido es criterio sustitutivo del sexo biológico hasta los que cuestionan que el género sea algo más que un constructo y sus casos no binarios, formas simplemente patológicas; desde los que exigen que la libertad de expresión naturalice el derecho a vejar o amenazar -a los de enfrente, se entiende- hasta los que criminalizan cualquier discurso que cuestione sus dogmas.
La intolerancia y la incivilidad se han normalizado, y no es raro que un ciudadano, sobre todo si se expresa en público y lo hace con cierta independencia de criterio, se vea motejado a la primera de cambio como fascista o como lo contrario, ya sea progre, antipatriota o lo que se tercie. Ni siquiera es raro que el mismo ciudadano se vea despachado con etiquetas enfrentadas y en ambos casos despectivas, por gente que desde integrismos opuestos enjuicia sus pronunciamientos sin contemplar nunca la posibilidad de respetarlos como opiniones divergentes.
Lo más inquietante es que en los últimos tiempos de ahí se pasa con suma facilidad a la violencia física, contra las cosas y las personas -quien esto escribe sigue creyendo que un policía lo es-, sin que las autoridades contrarresten el fenómeno con firmeza para reconducir al desacuerdo civilizado esos alardes de barbarie y fanatismo. Diríase que a muchos de los que ocupan posiciones de responsabilidad les preocupa más contentar a su cofradía que preservar la civilización común que nos acoge y ampara a todos. Por ahí se toma el camino del precipicio.
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