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El escritor barcelonés Eduardo Mendoza acaba de cerrar con 'Transbordo en Moscú' la trilogía que inició hace poco más de dos años con 'El rey recibe' y que continuó después con 'El negociado del yin y el yang'. En ella narra las aventuras y desventuras ... de un antihéroe, Rufo Batalla, cuya ocupación más constante viene a ser la lectura de novelas, pero que coyuntural y sucesivamente oficia como periodista, empleado de la oficina neoyorquina de una institución pública española y también marido haragán de una rica heredera de la burguesía barcelonesa.
En paralelo, de vez en cuando se ve requerido para actuar como improbable y más bien ineficaz agente secreto del príncipe Tukuulo, aspirante al trono de Livonia, un diminuto país que al principio de la trilogía, hacia las postrimerías del franquismo, está sometido al yugo soviético y que al final se enfrenta a la incertidumbre del derrumbe del comunismo real que trae la 'perestroika' de Mijaíl Gorbachov.
A través de las a menudo delirantes andanzas de Batalla, narradas con el estilo exquisito y la ironía que son marca de la casa, Mendoza se las ingenia para ofrecer un fresco literario de la Transición desde el declive del régimen franquista hasta los primeros años 90, en los que se materializa el desgaste de las ilusiones inicialmente despertadas por la democracia. Narra así cómo se gesta un nuevo equilibrio de intereses, en el que los favorecidos vienen a ser en buena medida los que ya partían con ventaja, a quienes se suman los astutos advenedizos que se las arreglan para hacerse un hueco en el círculo de los elegidos.
La mirada de Mendoza, cáustica y amarga, ligera y nunca solemne pero a la vez honda e incisiva, hinca el bisturí -a veces sin piedad- en esas heridas por las que respiramos. Se sirve para ello del carácter abúlico y más bien desasido de su protagonista, ese Rufo Batalla en el que se nos deja ver un trasunto -bien que ficcionado- del propio autor.
Es alguien que se autodefine una y otra vez como un hombre sin carácter ni cualidades, que no duda en tildarse de pasmarote, pero provisto de una fina inteligencia que desvela contradicciones, flaquezas y vilezas, ajenas y propias, con esa soltura de quien no se propone como ejemplo de virtud alguna sino como espectador, lo más cordial y civilizado posible, de un sinsentido del que forma parte. Desde su deliciosa levedad, Rufo Batalla -y tras él Eduardo Mendoza- nos hacen el regalo de poder tomarnos nuestro drama con una sonrisa. Ya que no acertamos a arreglarlo, quizá sea lo menos nocivo.
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