He viajado en cuatro ocasiones a La Habana. En total, poco más de un mes allí. A pesar de ser muy poco tiempo, he visto por dentro algunas casas en que viven políticos de jerarquía mediana y algunas casas en que vive la gente teóricamente ... uniclasista. He entrado en establecimientos en que se paga en dólares americanos y en otros en que se paga en pesos cubanos. He oído a un joven taxista licenciado en Derecho: «Fidel arruinó la vida a mi abuelo, luego a mi padre y ahora a mí». He oído a varios políticos: «Acá, por culpa del bloqueo, no podemos resolver nada», y encogerse de hombros, liberados de cualquier responsabilidad de gestión: el bloqueo, ese sinsentido que, una vez caída la URSS, admite muy pocas justificaciones y que, paradójicamente, actúa como sostén victimista y exculpatorio del régimen y como azote de la gente de a pie.
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He visto a poetas parasitarios y serviles convertir las consignas absurdas en una salida laboral. He hablado con un escritor que fue un preso político en los tiempos de Batista: «No habíamos luchado para esto». He visto a centenares de muchachas, cada cual con un melodrama tal vez menos real que estratégico, merodear por las zonas turísticas en busca de romances fugaces pero productivos.
Cada cubano lleva consigo, en suma, su novela.
La portavoz de Podemos en el Congreso dijo hace unos días que no considera que el de Cuba sea un régimen dictatorial, a la vez que pedía a las autoridades de allí que permitieran expresarse libremente a los ciudadanos en vez de molerlos a palos y encarcelarlos. ¿En qué quedamos?
Pese al vocerío derechista en torno a este asunto, lo diré: lo que los cubanos llevan décadas aguantando no lo aguantaríamos aquí ni cinco minutos sin poner el grito en el cielo de la indignación, pero hay quien tiende a defender la conservación de aquello como una especie de parque temático marxista, con sus especies en peligro de extinción, o como una pintoresca reserva apache a la que van de visita unos camaradas turistas 'engagés' -muchos con una camiseta con la efigie del Che Guevara- para envidiar lo que están perdiéndose ellos por tener la mala suerte de vivir en Suecia, en Francia o en España: nada menos que el disfrute de una utopía hecha realidad. Una utopía, eso sí, un tanto desconcertante: generalizar la pobreza.
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A propósito de Cuba, le oí hará cosa de 20 años a Juan Marsé -que en su día apoyó la revolución castrista- una salida airada ante alguien que defendía el mantenimiento de aquella simulación del paraíso proletario: «Los experimentos con gaseosa, pero no con la gente. Ya está bien». Lo dicen ahora muchos cubanos, que son quienes tienen más autoridad para decirlo: «Ya está bien». Pero allí eso viene a ser lo de menos.
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