Sin ánimo de echar las campanas al vuelo, en terreno tan resbaladizo y tan poco favorable a la euforia como la aptitud de quienes nos pastorean para acordar cosas de calado en punto al logro del bien común, diríase que en los últimos tiempos han ... empezado a emerger, por la fuerza de los hechos, una serie de consensos en torno a la pandemia y el modo de gestionarla.

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A todos, incluida esa inmensa mayoría de la población que no somos epidemiólogos, nos interesa mucho comprender, por razones a la vez imperiosas y apremiantes, qué es lo que se hace o se deja de hacer o debería hacerse para reducir esta calamidad que tenemos encima, salvar vidas y salvar algo más que los muebles de nuestra casa rodeada por las llamas. Hasta aquí nos lo han puesto francamente difícil: primero, porque el virus es nuevo y puñetero; y segundo, porque entre nosotros pesa más el afán de ver rodar por el suelo al de enfrente que el de mantener indemne al mayor número posible de semejantes. Medida que se anunciaba, medida que alguien desacreditaba en seguida como inútil, despótica, obtusa, fascista, estalinista o genocida. Si será por adjetivos. Anda que no cargamos en las cartucheras.

Poco a poco, sin embargo, parece que se va coincidiendo en algunas cosas, que además parecen -con toda la prudencia- ir dando resultado. Por ejemplo, restringir las ocasiones de juntar demasiada gente que no convive en ambientes despreocupados. O reducir la posibilidad de andar por ahí de noche, cuando la labor no nos preserva de nuestros demonios y, como ya constató el filósofo, es mucho más probable que la mente se confunda. O actuar de manera más enérgica en ámbitos espaciales acotados donde se observa mayor velocidad de transmisión. Esa iniciativa por la que poco menos que se proponía el linchamiento de la presidenta madrileña hace unas semanas, que llevó a decretar una alarma imperativa desde el Gobierno central y que, visto lo visto, parece que algún sentido tiene. Igual que se la critica con justicia cuando yerra, quizá esta sería la hora de que alguien, si supiera rectificar, admitiera que aquí acertó ella y no otros.

Las decisiones las siguen tomando las diecisiete porciones en las que se ha troceado la catástrofe, pero al menos se atisba una dirección. También que el virus, como ya contó Procopio de la peste que asoló Bizancio hace quince siglos, no perdona allí donde antes perdonó y a todos toca ser humildes. Menos claro se ve que sirva de algo perimetrar comunidades y que esa raya limite derechos. En fin, el tiempo dirá y seguiremos aprendiendo.

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