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Tengo la suerte de estar documentándome sobre el maestro Chillida y hay alguna anécdota que merece la pena ser contada. Recuerdos de su propio hijo ... Luis Chillida, que en una conversación afable parece buscar en el cielo de Hernani: el techo del museo de su padre.
Eduardo en París ya se había hecho «un hombre y un nombre». Y su galerista comenzó a hacerle peticiones que tenían más que ver con el negocio que con el arte. Le dijo que era bueno que hiciera varias reproducciones de algunas obras (hasta 10, se entiende que es obra única y original) para que su escultura pudiera tener más propietarios. Exponerse en más museos. Llegar a más sitios. Tenía sentido.
Pero él se negó, porque su corazón no podía admitir la autoría de obras que no forjaba con sus manos. Finalmente, la consejera-delegada de la familia Chillida, su mujer Pili, le hizo ver que al menos tenía que dar una oportunidad al asunto. Que sus ocho hijos vivían de eso. Y él acató. Porque si Chillida es autor de su obra, quizá Pilar fue autora de Chillida.
Y dicen que en cuanto se hicieron las réplicas (cuatro de cada una, de las varias escogidas) y entró a ver el resultado al almacén, se volvió a su mujer y le dijo: «Pili… esto parece una zapatería». Así es como decidió decir a su galerista: «Vosotros queréis multiplicar mi obra para llegar a más gente. Yo no quiero multiplicar mi obra: quiero multiplicar sus propietarios».
Y de ahí vino su arte público: su Peine del Viento en San Sebastián o su Elogio del Horizonte en Gijón, entre muchos. Así fue como no multiplicó su obra, pero multiplicó el acceso a ella. Así fue como no se convirtió en mecenas…, pero se convirtió en leyenda.
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