Siento últimamente la llegada de la edad provecta en cosas que van mucho más allá del lógico deterioro físico y de hacer ruidos cada vez que me siento o levanto del sofá, un ruido que es más un «vamos p'allá» que un «no puedo ... más». La principal pista de que estoy llegando a una edad que es tan definitiva que ya es la que encaja con la frase «ya tiene una edad» es, básicamente, que me brota, como el ruido al levantarme, una actitud cada vez más gruñona ante la vida. De repente, ante cosas que en mi juventud serían un desafío, levanto mi bastón imaginario como un Mr. Scrooge enfadica.
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Mi último gruñido vetusto lo lancé no hará ni dos semanas cuando, de compras por un supermercado, vi que ya se podían comprar roscones de Reyes. En mi infancia el roscón era un acontecimiento, se tomaba y se podía conseguir únicamente la mañana de la venida de Sus Majestades. Era, en definitiva, el cierre de oro y fruta escarchada a esos días que parecían pensados, uno tras otro, para satisfacer a ese niño que yo era. Mi indignación al ver los tempranos roscones venía del recuerdo de esperar esa mañana del 6 de enero no solo por los regalos, sino por la excepcionalidad de mojar ese bollo en chocolate la tarde de ese día con la conciencia de haber conseguido llegar a ese día en que era posible mezclada con la tristeza de saber que, una vez que me lo hubiera comido, habría un año por delante de espera hasta que ese momento pudiera repetirse. Venía, en definitiva, de la frustración de que mis recuerdos parecieran devaluarse si, casi un mes antes, ya podías comprarte una de esas delicias y comerla hasta que, el día seis, el empacho te hiciera aborrecerla.
Enfadado como un Gilito cualquiera, dirigí mis pasos a casa de mi hermana, donde había quedado para ayudarles con la decoración navideña. Mi indignación fue, de repente, apocalipsis cuando vi que mi hermana había comprado uno de esos roscones precoces como postre. Si ella, que compartía mi recuerdo de la excepcionalidad rosconiana, había cedido a la prisa, a la presteza en favor de lo buenos que están, si ni siquiera ella podía respetar mi nostalgia, algo estábamos haciendo para apagar la magia de la Navidad. Así se lo manifesté a mi hermana entre bandazos de mi bastón imaginario hasta que mi hermana me explicó que, para mi sobrino, que ya había nacido con roscones a la venta desde principios de enero, el momento más bonito de la Navidad, lo que la inauguraba desde que tuvo conciencia, era tomar un chocolate con roscón mientras toda la familia montaba el árbol y el Belén. A veces, la magia no desaparece, solo sobrevuela de los recuerdos de un corazón a otro. Cállate, le dije al maldito viejo mientras mojaba en el chocolate.
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