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Se cuenta que cuando Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, se propuso ser miembro de la Real Academia de la Lengua le recomendaron que hiciese campaña, que se postulase con los académicos. Parece ser que visitó uno por uno a muchos de ellos, ... que le mostraron adhesión y le aseguraron que contara con su voto. Llegado el día de las votaciones, el secretario del conde fue a enterarse del resultado. A su regreso, informó a don Álvaro de que no había conseguido el sillón. Romanones le preguntó que cuántos le habían votado. El secretario tuvo que precisar que ninguno. Ante lo que el aristócrata, desengañado, y supongo que con la vanidad dañada, hizo el breve comentario que pasó a la posteridad: «Vaya tropa».
La experiencia que uno acumula en el transcurso de la vida y que se compone de muchos errores, algún acierto y variadas sorpresas negativas (las felices, las disfrutas sin mayor reflexión) te induce a pensar que, a la larga, es mejor no esperar casi nada de casi nadie. No es fácil lograrlo, se necesita una entrenada disciplina mental. Creo que a estas alturas o bajuras lo llevo a la práctica, sin hacerme trampa, en un grado bastante aceptable. De este modo, evito en buena parte decepciones y disgustos tanto en el terreno de las relaciones personales como en el de las profesionales. No es fácil lograrlo del todo porque es connatural a la condición humana (y a cierta ingenuidad que no desaparece con la edad) esperar comportamientos o reacciones basados en reglas de tres que reproducen las mismas condiciones del pasado y en las que se despejó la incógnita con resultados positivos. Pero de repente algo ha cambiado sin que sepas por qué y no sucede lo mismo; X se ha convertido en Y a la vez que te das cuenta de que esa regla de tres solo operaba en tu cabeza, no en la del otro. Es entonces cuando no puedes evitar que irrumpa la decepción.
Como en el caso de Romanones, a veces esperar algo de alguien tiene que ver con la propia vanidad. Así, descubres que estás equivocado en la consideración profesional que creías que te tenían y que 'Las uvas de la ira' de John Steinbeck perduran: eres sustituible sin problema porque siempre habrá quienes quieran ocupar tu lugar por menos dinero. Por ello, es mejor la consciencia de que en realidad no eres importante en nada ni para nadie.
En el estrecho margen que establece la salvedad del casi, en la totalidad de vacío que significa nada y en las escasas personas que no se desvanecen en el nihilismo del nadie está lo que esperas de los muy pocos con los que sigues contando. Esa pequeña franja que permanece me basta.
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