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El verano tiene fama de liberador por su capacidad de sacarnos de nuestro ser habitual y convertirnos en extraños para nosotros mismos, incluso en lo externo, pues algo tiene el verano de carnaval a deshora: te miras de refilón en la luna de un escaparate ... y ves a alguien con una camiseta de color chillón o con un pareo más o menos hawaiano, con una gorra de propaganda o con una pamela, con un pantalón corto y con unas sandalias, y te preguntas: «¿De dónde has salido tú, fenómeno de la civilización y de la naturaleza?». Se trata, claro está, de una pregunta retórica, pues de sobra sabes de dónde has salido: de esa persona que durante el resto del año tiene que ir disfrazada de otra cosa.
Aparte de eso, los papeles se invierten: el oficinista trajeado que durante meses se cruza cada mañana con los adolescentes que van al instituto en chándal y los mira con sorna e indignación se convierte en verano, cuando se pone el uniforme de turista, en una figura cómica para los adolescentes, en tanto que la abuela que se cubre pudorosamente las rodillas en el autobús y que se escandaliza de que las niñas vayan al colegio enseñando el ombligo o el canalillo no tiene inconveniente en ir al supermercado en tanga. El verano viene a ser, en fin, un periodo de rebeldía ontológica.
Dejando al margen la cuestión indumentaria, el verano resulta idóneo para una transformación mental profunda. De igual modo que abjuramos de nuestra vestimenta habitual, sería saludable liberarnos, durante al menos una quincena, de los mecanismos automatizados de nuestro pensamiento, de nuestros prejuicios y convicciones. No es difícil, sobre todo si tenemos la suerte de que nos lo propongamos durante una ola de calor, cuando los circuitos neuronales se derriten y nuestro cerebro adquiere la textura de un flan.
Por salir del ámbito especulativo, pondré un ejemplo: hace unos días, oí a uno decir que la cadena de incendios que padecemos se debe a la exhumación sacrílega de Franco y lo razonaba de este modo: al igual que los antiguos faraones, tan aficionados a las maldiciones ejemplarizantes cuando se les profana la cámara funeraria, el excaudillo estaría vengándose de la España social-comunista mediante el método de pegarle fuego al país. Alguien le objetó que en otros países también hay incendios. «Lo que pase por ahí no es asunto mío. Yo estoy hablando de lo que pasa en España».
A los otros no sé, pero a mí me convenció. Desde ese instante, cada vez que enciendo un cigarrillo, en mi mente resuena un mantra: «¡Franco, Franco, Franco!».
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