El otro día, en una comida en casa, hubo un momento raro, inusitado, insólito: un momento sin ruido. Un momento en el que el silencio pidió permiso para hacerse presente en medio de la habitual batahola. Y mi mujer nos reprochó -en broma- a mi ... hijo y a mí lo poco que hablábamos y que, si fuera por nosotros, todas las comidas serían en silencio.

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Mi hijo y yo nos miramos. Medio sonreímos. Y no dijimos nada.

Porque supongo -así lo pensé entonces- que el silencio es demasiado hermoso como para romperlo con cualquier cosa. Hay que valorar muy mucho si lo que se va a decir aportará más valor que el silencio que se hará desaparecer. Mi padre solía decirnos: «Piensa dos veces lo que vas a decir y callarás la mitad de las veces».

Y es que uno de nuestros mayores problemas actualmente es que no sabemos respetar el silencio. Quizá por miedo a lo que él tenga que decirnos. Muchas veces, no nos permitimos un momento de parón o quietud y nos privamos de la oportunidad de conocernos, de contemplar. Vemos a jóvenes que llevan la música en los cascos a tal volumen que difícilmente podrán escuchar sus propios pensamientos. Como para escuchar a los demás…

Pero es en el silencio donde han salido los momentos más contemplativos, las mejores promesas, los reconocimientos de errores más arduos, las decisiones de pedir perdón o perdonar. Una amiga me descubrió hace ya tiempo la 'Biografía del Silencio', de Pablo d'Ors. Y querría acabar con una frase suya: «Es maravilloso constatar cómo conseguimos los más grandes cambios (…) en la quietud más absoluta». Puede que, en esta vida, quien tiene mucho que decir es precisamente porque suela decir poco».

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