La lucha contra el vicio no me parece mala siempre que sea contra los vicios propios, que con los ajenos uno entra en aquello tan molesto de los pareceres y los límites de lo que se considera vicio y lo que en los demás es ... virtuosismo. Incluso, si me apuran, en esas lindes que marcan la crítica al vicio ajeno habitan los seres filiformes y venenosos de la envidia y el recelo. Por eso, como digo, estoy tratando de mirar lo de mis vicios, considerando vicio aquello que percibo como nocivo y, aún así, una destructiva tendencia basada en la pereza y en la necesidad constante de satisfacción, sigo haciendo de manera sistemática.
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Por supuesto están los vicios físicos, ese pulpo que te agarra al sofá cuando el día ahí fuera no ofrece nada luminoso y el demonio que te sale en el hombro derecho (o izquierdo, no polemicemos con todo) te susurra que te enchufes una tarde de cojines, serie de esas que se consumen sin sentir y, para coronarlo, encargues algo de comida de esa que le dice a tu cerebro que todo está bien si flota en grasa.
Por supuesto, cuando hablo de vicios hablo de esos y de otros que rondan por dentro de tu cabeza con lenguas hiperactivas y sedientas pidiendo que alimentes su/tu ego. Uno de ellos es esa nueva modalidad de premio pobre que nos han regalado las redes sociales; el vicio que te lleva a colgar determinada foto o poner determinada opinión para, después, pasar las horas entrando y saliendo para chequear cuántos 'likes' está provocando y para, mentalmente, discutir con aquellos que osan llevarte la contraria en cualquier cosa que tú hayas podido querer decir. Es el mismo vicio perezoso que me lleva a pensar que estoy informado porque leo los tuits de cuatro opinólogos de taburete, que sé de música porque escucho una 'playlist' que encontré que se llamaba 'La mejores canciones del mundo' o que puedo pontificar sobre el coronavirus porque me he visto tres documentales de Netflix y uno de La 2.
Mi pelea diaria contra el vicio, contra mi vicio, tiene que ver con los prejuicios. Aquellos que, como un monstruo de Lovecraft o de Sandman, me persiguen de manera constante esperando a que me relaje para llevarme en brazos al cómodo diván de las ideas aprendidas y fijadas con torniquete. Hace casi dos días que vencí el prejuicio de que los 'youtubers' eran seres malignos y chonis para empezar a seguir a algunos y descubrir en ellos, algunos, a tipos que, salvando el prejuicio de que son mucho más jóvenes que yo, han creado un lenguaje propio que llega a mis hijos y les enseñan cosas que la tele convencional -esa sí llena de seres gritones y lobotomizados- les niega (insisto en alguno, como en todo hay que saber buscar). Y mañana tendré que superar otro prejuicio, y otro y otro. El vicio insiste, la lucha sigue.
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