El asunto, por más que haya quien se empeñe, no es que los jueces sean un contrapoder reaccionario, que en el Ejército haya golpistas o que haya sonado la hora inaplazable de derribar al rey para volver a poner en el palo la bandera tricolor. ... Es muy lícito pensar que la justicia anda necesitada de alguna reforma, así sea sólo para evitarnos el bochorno del CGPJ ultracaducado y alguna que otra disfunción procesal que persiste. Es legítimo, también, exigir que se vigilen con el máximo celo las proclamas de corte antidemocrático que suscriben algunos uniformados en activo o que lo fueron. Y el sentimiento republicano tiene entre nosotros motivos históricos sobrados que añadir a las razones de orden político o social para su defensa. Sin embargo, ninguno de estos tres es ahora el debate primero que debe ocuparnos.

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Nuestra justicia, imperfecta y todo, es lo bastante funcional como para lograr unas tasas de delincuencia y de conflicto social envidiables, incluso para exigir responsabilidades penales a los poderosos que abusaron de su poder, empeño en el que suelen desfallecer la mayoría de los sistemas judiciales. Nuestra gente de uniforme, dejando aparte casos anecdóticos o desahogos de jubilados, se conduce de forma ejemplar, tanto en la obediencia al poder civil -incluyendo su marcha a zonas de conflicto o su regreso de ellas- como en el socorro y asistencia a la población. Y quien ahora mismo ostenta la titularidad y el ejercicio de la institución monárquica no puede hacerlo con más prudencia y discreción, por más que nos pese que no se provea de otro modo la jefatura del Estado a quienes tenemos alma republicana.

El asunto es que estamos enterrados en la segunda crisis profunda en apenas una década, una crisis que se ha llevado por delante a 50.000 compatriotas -el tamaño en muertos de una guerra de Vietnam, siendo nuestra población la sexta parte de la del país que sufrió aquella pérdida-, ha destruido ya una parte significativa de nuestro tejido productivo y ha hecho impostergable el rediseño profundo de nuestra sociedad, anclada en apuestas que ya eran inadecuadas para los tiempos previos a la pandemia y que ahora quedan aún más fuera de juego.

El asunto es que como consecuencia de lo anterior estamos a punto de perder a una generación entera, la que ha empalmado las dos crisis y ha visto cómo se reducían sus opciones respecto de la anterior y se frustraba masivamente su proyecto de vida. Es un problema descomunal, que amenaza con fracturarlo todo. Y lo más alarmante es ver que nadie parece ocuparse de él.

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