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Tuve la suerte de estar en el preestreno de esta película el otro día. Su productor, primero cliente y ahora amigo, dice que con esta historia han hecho una locura de las suyas, de la mano del director Rodrigo Cortés. Y puede ser. Porque no ... son sino los grandes ideales los que nos hacen cometer las locuras más bonitas.
Varsovia, 1942, gueto judío. Una compañía de teatro representa una comedia musical en mitad de la opresión. Y esa obra se representó realmente. Fue luz en medio de la oscuridad. La vida, haciéndose camino. El amor, encontrando su lugar.
La trama se cuenta en tiempo real, en lo que dura dicha obra de teatro. Una historia sucede en el escenario -graciosa de verdad, y musical- y otra, entre bambalinas: cada vez que los actores abandonan la escena, afrontan una posible huida del gueto y el terror nazi. Todos los protagonistas están obligados a hacer cambios de registro continuos: del drama tras el telón, a la alegría delante del mismo. Porque saben que su misión vital es elevar a través del arte las almas de un público oprimido.
Y como colofón, la protagonista -brillante, desgarradora, hipnótica- ha de decidir qué es mejor: si ser amada hasta el extremo por alguien, o amar hasta la muerte a otro alguien. Esta disyuntiva es dramática y me hizo pensar. ¿Hay algo mejor en el arte que hacernos pensar? Creo tener claro lo que elegiría... Sé que todos necesitamos ser queridos, pero elegiría querer. Porque, además, esa elección puede conllevar no tener que renunciar a la alternativa. Como dijo un santo: pon amor donde no hay amor y encontrarás amor. Hay veces que la locura es la única puerta… que abre todas las demás.
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