El otro día tenía entradas para el teatro y estuve a punto de perdérmelo, por curro. Pero al final fui, me partí de risa y se me disiparon todos los agobios laborales ('La función que sale mal', muy recomendable). Salí del Coliseo pensando en lo ... importante que es reír. La oxitocina que genera pasar un buen rato, con buenas carcajadas, es insuperable. Ya lo dijeron Les Luthiers: «El ejercicio del humorismo mejora la vida, permite contemplar las cosas de una manera distinta: lúdica, pero sobre todo lúcida».

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Y es verdad. En cuántas situaciones recientes, ante pequeñas catástrofes domésticas, me he planteado el doble camino: el drama o la risa. Y hay que elegir bien, porque ambas contagian a los de alrededor. Tu mujer abre el armario (con una fuerza inhumana) a la altura de tu espinilla. O drama o risa. El bebé que, cuando por fin estamos todos a la mesa, vomita rollo cascada sobre ella. O drama o risa. Momento final del día, en el sofá, cuando reparamos en que un niño ha tocado algo y la televisión solo se ve en polaco. O drama o risa. El segundo camino casi siempre es mejor; y yo casi siempre yerro de camino.

Pero poco a poco. El sentido del humor se aprende y se mejora. No nacemos con él. De hecho, casi todos nacemos llorando y no es sino hasta más tarde cuando nos damos cuenta de que es mejor reír. No te tomas en serio la vida, hasta que aprendes a reírte de ella. Dijo un santo que «la caridad más que en dar, está en comprender». En tomarse con humor las posibles desavenencias. Cuando se opta por la risa, las cosas en la pareja, en el hogar, con los amigos, fluyen mejor. Al fin y al cabo, 'humor' está a muy poquitas letras del 'amor'. Por algo será.

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