Hoy para muchos será un superlunes. De los de abrazarte a la almohada y suplicar Orfidal. Porque se han acabado las vacaciones (y las de los niños no). Les cuento una tontería, por si les anima el lunes leer mis miserias. He estado sin móvil ... tres días. Y me he dado cuenta de la dependencia que tengo de él. No es tanto lo que lo uso, sino la sensación de no estar localizable.

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Ahora me evoco ridículo al recordar los ruegos humillados durante dos horas ante un cruel encargado de una compañía telefónica que nunca me concedió el honor de hacerme un duplicado de la SIM.

¿No resulta absurdo, cuando yo he vivido la mitad de mi vida sin poder estar localizable? Pues sí. Antes llamábamos a la casa de uno, saludábamos a su padre, nos azorábamos si nos cogía la hermana guapa, no sé… esas cosas. Quedabas a una hora y estabas a esa hora. Y no lanzabas un mensaje de «saliendo, me retraso cinco minutos». Ahora, en casa, si suena el fijo ni nos damos por aludidos. Solo lo cogen los dos pequeños. Y claro: tener un interlocutor de 3 u 8 años puede ser tan exasperante como para no volver a llamar jamás (útil, por cierto, para cuando quienes llaman quieren venderte algo).

Vamos, que durante tres días me he sentido en pelotas. He recordado lo esclavo que soy de lo inmediato. De recibir la información y las comunicaciones en tiempo real. Me he vuelto un yonqui del wifi. Un mendigo de las contraseñas de lugares públicos. Y cuando me conectaba, pensando que por fin iba a poder atender a toda esa gente que me habría necesitado de un modo desesperado… qué bien me ha hecho ver solo cuatro o cinco mensajes relevantes. Qué bien me ha hecho saber… lo prescindible que soy.

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