Las llaman playas de Levante porque no hay hijo de madre que pueda sentarse en ellas. Siempre levantados y metidos en el mar para no estar a menos de 10 centímetros del ser vivo más próximo. Llevar sombrilla allí es deporte de riesgo. Intentar clavarla ... en un centímetro cuadrado libre puede acarrearte un delito de lesiones. Que muchos que van con la sombrilla más que turistas parecen balleneros. Y la toalla, ¿para qué? ¿Para extenderla de canto?

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Nosotros bajamos con lo puesto y nos vamos al agua. Un agua tan caliente y tan llena de alemanes sonrosados cuan aves desplumadas que bien podríamos llamarla «caldo de pollo». Hemos llegado a usar la tabla de pádel surf a modo de mesa dentro del agua y poner ahí el aperitivo, con todos alrededor. La gente nos miraba como si viniéramos de 2045. Domingueros, sí, pero adelantados a nuestro tiempo.

En puridad, estas playas del Levante son preciosas. Pero no sabemos ser delicados con la belleza y su demanda pone a prueba la moral del ser humano. Que no sabe renunciar a un bien a corto plazo para sí (especular, vender) frente a un bien común a largo para otros. Que cada año que voy veo más casas nuevas en venta. Con un reclamo publicitario que me parto: «Su casa a pie de playa·. Traducido quiere decir que, si tienes cojones, puedes ir a pie a la playa. Pero con un entrenamiento previo que te vale lo mismo para hacer la ruta inca que el Camino de Santiago desde Corea.

Pero qué se le va a hacer. Es mi sitio. Mi cabo escarlata. Y, como en esas relaciones de amor del bueno, ante la inextricable pregunta de «vale, pero ¿me quieres?», has de contestar irremisiblemente la verdad. «Sí, te quiero… Aquí estoy, ¿no?».

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