El cine y las historias están más para mover y conmover que para solazar. Y cuando una historia te llega, te descubres en los días posteriores aún paladeándola: con la imaginación corriendo a buscar refugio entre las sensaciones que ese relato te hizo vivir. Es ... lo que me lleva a escribir hoy sobre 'La sociedad de la nieve'. Precisamente porque cuando me enfrento a esta columna cada semana escribo de lo que tengo dentro. «De lo que llena el corazón, habla la boca».

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El contexto de la historia ya lo conocen. Pero no a sus personajes. Porque es esta una historia que trata de personas. Del optimismo del capitán Marcelo. De la compasión que transmiten los ojos de Numa, que es el verdadero porqué del 'éxito' que tuvieron. De los entrenamientos de Nando en la nieve. ¿Entrenar para qué? Para estar preparado. Para no abandonarse. No comprendía el título de «la sociedad» hasta que vislumbré la comunidad que formaron para sobrevivir. Y para demostrar que la unión generosa hace la fuerza. Son las circunstancias extremas las que nos recuerdan lo grande que puede llegar a ser el ser humano. El caldo de lo inmediato, la comodidad o la fama nos han adocenado, haciéndonos escoger héroes equivocados. A veces estas situaciones extremas (y quienes luego las cuentan, como Bayona) nos recuerdan a qué deberíamos aspirar.

Los personajes en la película se preguntan muchas veces el porqué. «¿Qué sentido tiene todo esto?». El sentido lo disteis cada uno de vosotros: Numa, Nando, Roberto… Un sentido que aún mueve y conmueve. Un sentido que hace que hoy, 50 años después y a miles de kilómetros de vuestro 'milagro', sigáis en mi cabeza y no pueda sino escribir sobre vosotros. Gracias.

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