Cuando pienso en si este conflicto tendrá alguna solución, alguna jugada maestra diplomática que lo resuelva, llego a la irremisible conclusión de que no. Porque imaginemos que ahora va uno de los bandos y dice al otro: «Venga, va, os damos lo que pedís». ¿Serviría ... eso para terminar el conflicto? No creo. Porque realmente lo que quieren no es ganar. Es luchar. Es odiar.

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Las imágenes que vemos de personas (en Israel o Gaza) que llevan en brazos a niños muertos no siempre están acrisoladas por la tristeza, sino por la indignación. Por las ganas de venganza. Y nosotros, espectadores, somos parecidos. La mitad de la ciudadanía mundial está esperando que la prensa le aclare quiénes son los buenos y quiénes los malos. Como mis hijos cuando encuentran un partido en la televisión y preguntan: «¿Con quién vamos?». Porque hemos malentendido eso de que necesitamos causas. Nos atrae el heroico concepto de la lucha. Pero deberíamos luchar por algo, no siempre contra alguien.

Quizá el problema esté donde siempre. En la soberbia. Que es incompatible con tantas cosas. Como, por ejemplo, con la paz. Nos sentimos siempre atacados, vilipendiados, de una manera enfermiza. Como si estuviéramos dilucidando si el que tenemos enfrente nos está ofendiendo. Y lo mejor para atajar eso sería abandonarnos a la humildad, a la mansedumbre. La mejor manera de no indignarse… quizá sea no sentirse demasiado digno. Nadie puede robarte aquello de lo que te has desprendido.

Por eso no veo mucha salida al conflicto. Porque quienes lo apadrinan no quieren que les den la razón. Ni siquiera quieren ganar. Quieren luchar porque están ofendidos. Por eso, jamás vencerán… porque han sido (con)vencidos por el odio.

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