Escribí mi última pieza sobre el optimismo. Y hubo quien me dijo: «No, si está bien ser optimista, pero es que luego la gente es idiota». Entendido. Nos hemos convertido en dictadores del congénere. Con derecho a juzgar a los demás desde una ascendencia que ... se contrapone con nuestra palpable mediocridad. Porque la gente igual es idiota. Pero nosotros somos la gente. A veces idiotas, a veces no. Si todos fuéramos tan listos, tan conocedores de la mejor manera de hacer las cosas (de «haberlas hecho» mejor, porque somos muy de hablar a posteriori), el mundo tendría casi tantos líderes, sabios y altos ejecutivos como hay en Linkedin.
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Mi mujer siempre me dice que debo dejar una «salida elegante» a todos. Aquello de Platón de «sé amable con todos porque no conoces qué batalla interna libra cada uno». Y el otro día un amigo me dijo: «Es que cada vez me gusta más la gente. De todos aprendes, macho, es una pasada». Me pareció maravilloso. Y le pedí la sustancia que consumía porque creo que merece la pena liberalizarla.
Quizá me ayudó su comentario el jueves, cuando estábamos arrebujados varias decenas de perdedores encorbatados en un avión, atenazados por la ominosa presión del tedio y la fatiga. Resulta que íbamos a despegar… pero no lo hicimos porque había una chica de pie, pasándose por el forro eso de abróchense los cinturones. «Señorita, haga el favor». Cara de odio de la azafata, de los pasajeros. Suspiros y ojos en blanco. «Cómo es la gente…». Y yo, a punto también de gesticular, me obligué a pensar: «¿Y si a esta chica le ha pasado hoy algo jodido y por eso anda perdida?». Y me sentí más en paz, sin acritud, reconciliado con el mundo. Reconciliado con la gente. Por haber dejado una salida elegante. Y sin haber consumido sustancias.
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